Incertidumbre y crisis de los dogmas neoliberales

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Marcelo Yunes

Introducción

Este repaso del estado de la economía global busca darle continuidad a trabajos anteriores, sobre todo los publicados en el marco del desarrollo de la pandemia. No pretendemos repetir los análisis que sustentan las definiciones más generales sobre el lugar que ocupan la crisis y recesión generados por el impacto del covid-19 en los desarrollos de la economía capitalista. Sólo recordaremos aquí los elementos fundamentales que a nuestro entender atraviesan toda la dinámica económica. Algunos de ellos son previos a la pandemia; otros, catalizados o agravados por ésta; finalmente, otros fueron originados directamente en ella. Sucintamente, señalemos tres:

1) la continuidad de tendencias de la economía capitalista puestas de manifiesto desde la crisis global de 2008-2009, como el crecimiento económico débil, la ralentización del crecimiento de la tasa de ganancia y de la productividad, el masivo endeudamiento público y privado, el aumento de la proporción de empresas “zombies”, la polarización geopolítica EEUU-China –con su correlato de cierto impase o incluso retroceso en el proceso de globalización capitalista– y la profundización de la desigualdad social, por nombrar las más importantes;

2) el impacto desigual de la pandemia según las regiones, países y sectores sociales, así como la disparidad de los inicios de la recuperación; la capacidad de una intervención fiscal vigorosa y el acceso a la vacunación aparecen aquí como los principales factores incidentes, junto con la disrupción del mercado laboral que significó la extensión de la digitalización, el teletrabajo y la robotización (también aquí, tendencias previas que la pandemia vino a catalizar), y

3) la sacudida política e ideológica que significó esta necesidad de asistencia masiva por parte del Estado, lo que a su vez se manifiesta en al menos dos aspectos. Primero, el profundo descrédito –expresado también en el terreno político, de muy diversas maneras– de las recetas tradicionales neoliberales de retiro del Estado, ajuste fiscal y ortodoxia monetaria. Estas fórmulas se revelaron absolutamente impotentes para siquiera intentar encarar la crisis pandémica, que obligó a tirar por la borda discursos (y programas económicos) basados en el imperio del mercado. Y segundo, en buena medida como consecuencia de lo anterior, la apertura o reapertura de un profundo debate en el seno mismo de la clase capitalista sobre la necesidad y las formas de erigir un nuevo “contrato social”. El creciente consenso –insistimos, entre los mismos voceros del orden capitalista– es que esta revisión de los términos de los “derechos y obligaciones” del Estado capitalista debe ir en dirección a volver a asumir un compromiso mucho mayor respecto de garantizar el bienestar de la población, en clara oposición a lo que Zygmunt Bauman llamaba la “privatización de las responsabilidades sociales” típica del imperio de la ideología globalizadora del libre mercado sin trabas.

A estos aspectos, algunos de los cuales revisaremos con mayor o menor detalle según lo ameriten los cambios desde nuestro examen anterior en enero, cabe agregar

4) una evaluación de las perspectivas de recuperación de la economía tras el fuerte retroceso de 2020, entre cuyas características, adelantamos, se encuentra una profunda diferenciación por regiones (y países) de la dirección, la velocidad y el momento de esa recuperación. Trataremos aquí el debate sobre las posibilidades de que el rebote de salida de la pandemia en las economías (sobre todo la de EEUU) que avancen en la reapertura económica se transforme en el comienzo de un ciclo de crecimiento sostenido y una salida definitiva de la era de crecimiento mediocre inaugurada por la crisis financiera global de 2008. En este punto haremos referencia también al desarrollo de las tendencias en dos temas relacionados: por un lado, los mencionados cambios en el mundo del trabajo disparados por el avance de las tecnologías digitales y la robotización en el contexto de la pandemia, y por el otro, la cuestión de la productividad.

1. Del impacto desigual a la recuperación desigual

Desde que comenzaran a desplegarse los programas de vacunación, esencialmente en el mundo desarrollado, la mira de los economistas está centrada en el horizonte de recuperación, que el FMI estima en un 6% para el corriente año (tras una caída del 3,3% en 2020), ralentizando en 2022 a un 4,4% (World Economic Outlook, actualización abril 2021). Pero, mucho más que otras veces, ese promedio esconde desniveles que hacen casi imposible hablar de tendencias propiamente globales, incluso suponiendo que esos (bastante optimistas) vaticinios se cumplan en lo esencial. Repasemos rápidamente los pronósticos regionales del Fondo:

Variación anual del PBI, en %

Región / Año 2020 2021 2022

EEUU               -3,5     6,4    3,5

Zona euro        -6,6     4,4     3,8

Japón                -4,8     3,3     2,5

Asia emergente (incl. China) -1,0 8,6 6,0

América Latina -7,0 4,6 3,1

Medio Oriente/Asia central -2,9 3,7 3,8

África subsahariana -1,9 3,4 4,0

Mundo -3,3 6,0 4,4

Fuente: IMF World Economic Outlook, update April 2021

Aun asumiendo que se trata de pronósticos que, con mayor motivo que en otras oportunidades, hay que tomar cum grano salis dada la volatilidad intrínseca de los desarrollos económicos de la pandemia, es posible efectuar varios señalamientos. El primero es que EEUU es sin duda la economía desarrollada occidental que lidera la recuperación, mientras que Europa y Japón van claramente por detrás. Segundo, que la mejor performance global recae otra vez en China y el sudeste asiático, que tuvieron la caída más suave y apuntan a gozar la recuperación más fuerte. Y tercero, que los mayores perdedores de la pandemia en términos económicos son los países más pobres, que, hayan tenido un retroceso notorio (América Latina fue la región más afectada) o no tanto (África subsahariana), retoman la dinámica de crecimiento mediocre y por debajo del promedio mundial.

En cuanto a este último grupo, y como era de esperar, las desigualdades regionales expresan a su vez desigualdades sociales. Como reconoce el propio FMI, “los jóvenes, las mujeres, los trabajadores de nivel educativo relativamente bajo y los de la economía general han sido los sectores más castigados. Es probable que debido a la pandemia se incremente significativamente la desigualdad de ingresos. Se estima que cerca de 95 millones de personas han caído debajo del umbral de la pobreza extrema en 2020 en comparación con las proyecciones pre pandemia. Además, los déficits de aprendizaje han sido más severos en los países en desarrollo de bajos ingresos, a los que les ha costado más manejar el cierre de escuelas, especialmente en niñas y en estudiantes de hogares de bajos ingresos” (World Economic Outlook, abril 2021). Por lo tanto, la distancia entre países desarrollados, “emergentes” y pobres no sólo se ha ensanchado, sino que como consecuencia de la pandemia la perspectiva es que esa dinámica se profundice. Esto hace a las características de la recuperación, sobre las que volveremos en la tercera sección.

En lo que sigue, haremos un rápido paneo por algunas de las regiones principales, deteniéndonos en los puntos que consideramos más relevantes para el análisis.

1.1 Estados Unidos: ¿recalentamiento hoy y estancamiento mañana?

Con este panorama, el foco del mundo desarrollado está puesto en EEUU, que combina un extendido plan de vacunación, una ya incipiente aceleración económica y un muy ambicioso plan de estímulo fiscal e inversión pública, a punto tal que hay quienes temen que esa dinámica conduzca a una suba de la inflación como hace décadas no se ve (hemos tratado esta cuestión con más detalle en “¿Vuelve la inflación global?”, Izquierdaweb, 21-3-21).

Inusualmente para un keynesiano, Larry Summers (ex secretario del Tesoro –ministro de Economía– de Bill Clinton) es uno de los más preocupados por un eventual recalentamiento de la economía, a punto tal de considerar el paquete Biden “la política económica menos responsable en 40 años”. El peor escenario entrevisto por quienes coinciden con Summers es el de un aumento inicial de la inflación, seguido de una “segunda ola” cuando comience el gasto de lo ahorrado en 2020, y finalmente el establecimiento de un piso permanente más alto de inflación, del orden del 5% anual, como a fines de los años 60, e incluso de hasta el 10%, como en buena parte de los 70.

Por ahora, los cálculos de consultoras y “expectativas de mercado” estiman una probabilidad del 30% de que el piso de los próximos cinco años sea del 3% (The Economist –en adelante TE– 9238, “A different kind of fluke”, 27-3-21). Si este pronóstico se cumple, sería sólo moderadamente riesgoso para las intenciones de la Reserva Federal (Fed, equivalente al banco central de EEUU) y el gobierno yanqui, pero una luz naranja oscuro para muchos emergentes endeudados en divisas. Por ahora, a la Fed se la ve mucho más preocupada por el mercado de trabajo y por consolidar una baja tasa de desempleo que por afrontar un frenazo a la inflación con recesión vía astringencia monetaria y suba de tasas como en los 80 (y cuando eso pasó, recordemos, fue la “década perdida” para América Latina).

En consonancia con el FMI, la Reserva Federal estima un crecimiento de la economía de EEUU del 6,5% para 2021, cifra que no alcanzaba desde los años 80, junto con una inflación apenas por encima de la histórica meta del 2% y una reducción del desempleo al 4,5% hacia fin de año. El titular de la entidad, Jay Powell, hasta ahora se muestra impertérrito ante las dudas y quejas de los “ortodoxos”, que ven su programa de expansión monetaria como potencialmente inflacionario.

De hecho, y según, entre otros, el economista marxista británico Michael Roberts, los temores de Powell van para el lado opuesto: es decir, que esta recuperación a ritmo furioso resulte ser un pico temporario y de corta duración, y que la inyección de energía vía estímulo fiscal “termine deslizándose nuevamente a la trayectoria de bajo crecimiento anterior a la pandemia. (…) Es significativo que el crecimiento de largo plazo que prevé la Fed sea sólo del 1,8% anual, apenas más alto que el 1,7% promedio desde el fin de la Gran Recesión y antes de la pandemia. (…) Contra lo que creen los keynesianos, el efecto multiplicador del estímulo fiscal se va a disipar pronto y la economía de EEUU va a depender no del aumento de la demanda de los consumidores sino de la voluntad y la capacidad del sector capitalista [privado] para invertir” (M. Roberts, “The sugar rush economy”, 21-2-21; las traducciones y énfasis son siempre nuestros). De modo que la espiral inflacionaria que obsesiona a los neoliberales es, por el momento, la última de las preocupaciones de la Fed.

Sin embargo, el optimismo de la Fed no termina de cerrarle a los mercados financieros, cuya expectativa inflacionaria para los próximos cinco años está algo por encima de los cálculos de la autoridad monetaria, un 2,6%. Pero la tasa de interés de los bonos del Tesoro de mediano y largo plazo, que es el indicador de la confianza en la política de la Fed, tiene fluctuaciones semanales dentro de rangos manejables, lo que sugiere que la Fed todavía tiene crédito en los inversores. No obstante, advierte Roberts que una inflación del 2% y una tasa de desempleo del 3,5%, que son las metas actuales de la Fed antes de dejar de disparar munición monetaria, se lograron juntas sólo dos veces desde 1960 (ídem). En verdad, Roberts no descarta que efectivamente se produzca un recalentamiento de la economía de EEUU con inflación en niveles problemáticos, pero no por exceso de demanda, como creen Summers y los ortodoxos, sino más bien al contrario, por estrangulamiento de la oferta, en razón de un débil aumento de la capacidad productiva por insuficiente inversión.

Esta aparentemente paradójica situación se debería a que mientras las grandes compañías prefirieron en el último período especular con activos financieros (recompras de acciones, endeudamiento fácil y otras operaciones), muchas empresas medianas y pequeñas (y también algunas grandes) quedaron muy apalancadas en deuda sin que su saldo de rentas les permita afrontar más que los ínfimos intereses. Esto es, están en terreno de compañía zombie o a punto de serlo, y en muy serio riesgo al menor movimiento hacia arriba de las tasas. Según Roberts, en el grupo de las 3.000 empresas más grandes que cotizan en Bolsa, las zombies representan ya el 20%. Y muchas de ellas dependen de una reactivación del consumo no suntuario, esto es, del 80% de los hogares estadounidenses a los que les cuesta pagar las cuentas. De modo que la súbita disparada del consumo y de la actividad económica que se derivaría de la combinación de estímulo fiscal y atenuación de la pandemia vía vacunación masiva podría no ser más un pico temporario (sugar rush), con una continuidad de la tendencia anterior de crecimiento anémico luego de la recuperación en 2021-2022 (ídem).

Varios indicadores, como las ganancias de las empresas del S&P 500 industrial y el índice de gerentes de compras en la industria, apuntan a un fuerte despegue de la actividad manufacturera en EEUU. El clima en las cámaras industriales es de un optimismo lindante con la euforia: “El factor más sorprendente detrás del revival industrial es el de las cadenas de suministros. Las compañías que enfrentan demoras en las entregas causadas por el mal tiempo en Texas, la saturación de la capacidad portuaria en California, buques de containers varados en Medio Oriente o tensiones geopolíticas con China están pensando seriamente en poner en pie redes que puedan sobrellevar estas situaciones. En el corto plazo, esto implica hacer stocks de los componentes críticos que hagan falta. En el largo plazo, están evaluando acercar la producción, lo que puede dar un impulso a los proveedores estadounidenses. Esto ya está empezando a pasar” (TE 9238, “Firing on all cylinders”, 27-3-21).

Precisamente como resultado de la rápida recuperación, el déficit comercial de EEUU –que tanto obsesionaba a Trump– creció un 50% por la suba de las importaciones. EEUU puede llegar a ser la única economía occidental de las grandes cuyo PBI será al comenzar 2022 mayor que en 2019 (a diferencia de la recuperación posterior a la crisis de 2009). Aquí inciden tres factores: primero, por supuesto, un nivel gigantesco de estímulo fiscal; segundo, una tolerancia mucho mayor de la autoridad monetaria (la Reserva Federal) a una suba de la inflación, y finalmente, una ingente masa de ahorro de hogares (en cash) y de las empresas más grandes que espera oportunidades para ser gastada.

Es por eso que entre los economistas más ortodoxos y otro no tanto, como el citado Summers, hay temor de que este combo genere un recalentamiento excesivo de la economía y una inflación mayor a la deseable (o controlable). Más allá de cómo evolucione este panorama, sí es verdad que si las condiciones financieras se restringen –como resultado de una suba de la inflación que dispare tasas de interés más altas– y hay menos crédito, las consecuencias las van a sufrir en primer lugar los países “emergentes” con alto déficit fiscal (Brasil y muchos otros) y/o fuerte endeudamiento en divisas (Argentina y muchos otros). Por el momento, las señales de la Fed son que no quiere saber nada con ajustar la oferta de dinero (y crédito), y que tampoco teme a una suba moderada de la inflación, que además estima temporaria.

Sin embargo, es innegable que la iniciativa de Biden no está exenta de riesgos y tiene elementos de jugada de resultado incierto: “El estímulo de Biden es una gran apuesta. Si sale bien, EEUU evitará la desdichada trampa de baja inflación y bajas tasas de interés [y bajo crecimiento. MY] en que siguen atrapadas Europa y Japón. Otros bancos centrales pueden copiar las nuevas metas de la Fed. Un estímulo fiscal puede transformarse en la respuesta normal a las recesiones. El riesgo, sin embargo, es que EEUU termine con deuda creciente, un problema de inflación y un banco central que pone a prueba su credibilidad. (…) La jugada de Biden es mejor que no hacer nada. Pero que nadie se engañe respecto del tamaño de su apuesta” (TE 9236, “Biden’s big gamble”, 13-3-21). Paradójicamente, como veremos más abajo, uno de los riesgos de la apuesta de Biden es que acaso no sea lo suficientemente grande para las necesidades del capitalismo estadounidense.

En otro orden, son dignos de mención algunos rasgos específicos de la evolución en EEUU en la medida en que marcan cierta desviación respecto del patrón en casi todos los demás países. Por ejemplo, a nivel global hay entre un 6 y un 8% del PBI de ahorro adicional de hogares; algo que no sucede en las recesiones habituales, en las que los hogares sufren para gastar en lo necesario, ni hablar de ahorrar. Pero la acumulación de estímulos fiscales, subsidios y esquemas de licencias pagas dejó este sorprendente saldo, y donde más se nota es sin duda en EEUU.

La gran pregunta es: ¿cuánto de esa masa de dinero irá a parar al consumo? Si fuera todo, el PBI mundial debería subir en 2021 cerca del 10%, lo que está fuera de cuestión. Si ese ahorro fuera no de hogares sino de empresas, en cambio, la experiencia reciente sugiere que casi nada iría a la demanda agregada. Seguramente, lo que veremos será una cifra intermedia, pero los márgenes son demasiado amplios como para aventurar un diagnóstico. Por ejemplo, Goldman Sachs estima una suba adicional del PBI de EEUU del 2% si llegara a verificarse una reapertura plena de la actividad económica. Para el conjunto de los países de la OCDE (en su mayoría, desarrollados), ese organismo calcula un crecimiento promedio del 6,2% del PBI en 2021.

Ahora bien, ¿cómo está distribuida esa masa de ahorro adicional por sector social? En general, el volumen de ahorro fue aproximadamente proporcional a los ingresos; es decir, los hogares más ricos ahorraban más. Esta pauta se replica tanto en los países emergentes como en la mayoría de los países desarrollados. Pero no ocurrió así en EEUU, y la explicación debe buscarse en su inusualmente generoso plan de asistencia. Según calcula el JP Morgan Chase Institute, los saldos bancarios del cuartil (25%) más pobre fueron los que más aumentaron en 2020 respecto del año anterior, un 40%; los del cuartil más rico fueron los que menos subieron, un 25%, con los cuartiles intermedios ubicados entre ambos valores extremos (TE 9236, “The 3 trn dollar question”, 13-3-21). Sea cual fuere la razón de este esquema, de lo que no cabe duda es de que se trata de una excepción a la norma global.

Pasando a la situación del sector financiero, el exceso de liquidez de los bancos en EEUU –que a su vez deriva de la masa de ahorro sin gastar de hogares y empresas– tiene consecuencias. Primera, una caída de la tasa de interés de los bonos “cortos” del Tesoro yanqui casi hasta terreno negativo nominal (el bono del Tesoro a 30 días rinde un 0,03% anual), lo que estimula el endeudamiento y la búsqueda de opciones especulativas. Y segunda, más preocupante para los bancos, es que cae la ratio capital/activos, ya que éstos se inflan artificialmente con las compras de activos de la Fed. Esta situación dificulta a los bancos el cumplimiento de regulaciones impuestas con posterioridad a la crisis financiera de 2008-2009, que buscaban justamente limitar los riesgos de apalancamiento que terminen en insolvencia y quiebras catastróficas. De allí que, con la habitual mano blanda de las autoridades con los bancos, éstos fueran exceptuados de incluir los bonos del Tesoro en su cartera de activos, dispensándolos así de la necesidad de aportes de capital para cumplir con la regulación (TE 9237, “Overflowing”, 20-3-21). Pero, como suele suceder, hecha la excepción, hecha la trampa, y muchas entidades están volviendo solapadamente, o no tanto, a prácticas financieras riesgosas que las reformas post crisis intentaron –y en buena medida habían logrado– erradicar. Todo lo cual no hace más que alimentar la burbuja de activos financieros, sobre todo acciones de empresas, cuya performance está bastante o completamente divorciada, según los casos, de su realidad productiva y comercial.

En el terreno de la acción de EEUU como actor decisivo de la economía mundial, con la renovación de la puja estratégica con China desde la asunción de Biden, uno de los pilares de la globalización está bajo amenaza: las cadenas de suministros integradas internacionalmente. La contradicción entre la tensión geopolítica y la imposibilidad del “desacople” total se manifiesta en que tanto EEUU como China, a la vez que no dinamitan ninguno de los puentes hoy imprescindibles, están dando pasos hacia una mayor autarquía o al menos regionalización de sus fuentes de insumos y materias primas (TE 9239, “Message in a bottleneck”, 3-4-21).

Este a primera vista sorprendente retroceso al “nacionalismo estratégico” se puede verificar en terrenos que van desde la fabricación de semiconductores hasta la provisión de minerales esenciales para la producción tecnológica del siglo XXI como el cobalto, el litio y las llamadas tierras raras (lantánidos). El elemento común, y el obstáculo, es la tremenda concentración tanto de las fábricas –más de la mitad de los semiconductores del mundo se fabrican en Taiwán y Corea del Sur, a cargo de sólo dos empresas– como de las fuentes de insumos –el 75% del cobalto del planeta se produce en la República Democrática del Congo, y China representaba en 2010 el 95% de la minería de los lantánidos– y de su procesamiento; China procesa el 72% del cobalto y el 61% del litio de todo el mundo (TE 9239, “Mission critical”, 4-3-21).

En este marco, ya no es sólo China con sus planes quinquenales la potencia que apunta a reducir su vulnerabilidad a la dependencia externa: EEUU ha entrado decididamente en la misma dinámica. Biden ordenó una revisión durante 100 días de la seguridad de las cadenas de suministros, y la Unión Europea lanzó un plan para duplicar su participación en la producción mundial de chips al 20% para 2030, y continuar hasta alcanzar el autoabastecimiento en 2055. Esta exhibición de voluntad autárquica en áreas estratégicas de las principales potencias, si se afianza, puede echar sombra sobre una construcción del capitalismo global que se remonta a los años 80 por lo menos. Como advierte con consternación The Economist: “Éste es un momento peligroso para el comercio mundial. Así como la globalización promueve la apertura, el proteccionismo y los subsidios en un país se extienden a los otros. La globalización es una obra de décadas. No dejemos que encalle” (TE 9239, “Message in a bottleneck”, 3-4-21).

Por otra parte, para Biden la disputa con China es una oportunidad para reforzar su prédica de aumentar la competitividad de EEUU a nivel global, para lo cual se muestra muy dispuesto a ofrecer la ayuda estatal bajo la forma de apoyo a la inversión en investigación y desarrollo y la eventual protección, al menos temporaria, frente a las ventajas de los rivales. Esto ya está ocurriendo en el terreno de la tecnología para celulares 5G y en otras áreas, como infraestructura, en las que EEUU está por detrás de su contrincante asiático (TE 9239, “Bridges to somewhere”, 4-3-21). El paquete Biden de gasto público tiene, entre otras metas, la de recuperar el terreno perdido frente a China y Europa en aquellos terrenos donde EEUU venía con retraso de décadas y, a la vez, consolidar el liderazgo yanqui –o disputarlo con fiereza– en las mismas industrias estratégicas a las que apunta China: inteligencia artificial, semiconductores, computación cuántica, 5G, tecnología satelital y de transportes, etc.

Finalmente, queremos subrayar el rol de EEUU como punta de lanza de la recuperación en Occidente. No hay muchas economías –en realidad, casi ninguna– que puedan apoyarse, como EEUU, en la expectativa de un boom de consumo a partir de la disponibilidad de ahorros. Como señalamos en un trabajo anterior (“La economía mundial a un año de pandemia”, Izquierdaweb 21-1-21), al shock inicial de restricción de la oferta por reducción de la actividad económica siguió una brutal contracción de la demanda por reducción de ingresos. La diferencia entre EEUU y el resto de los países desarrollados en ese punto es uno de los factores que ensancha la distancia, al menos a corto plazo, en el ritmo de recuperación económica.

Al respecto, observa el marxista francés Michel Husson que una de las características de ese doble shock fue “su heterogeneidad según los sectores (y los países). A partir de ahí, incluso una recuperación progresiva de la economía no reabsorberá los desajustes entre la oferta y la demanda”, lo que dejará como saldo más desigualdad social y más interrogantes sobre el crecimiento futuro, en especial en Europa (“Después de la hibernación”, 7-2-21). De este modo, a diferencia de la salida de la posguerra, en la que Europa avanzó a un ritmo aún más acelerado que el de EEUU –que ya era considerable–, y a diferencia de los años posteriores al inicio de la crisis financiera de 2008-2009, en los que no hubo distancia significativa entre el mediocre crecimiento de EEUU y la UE, esta vez EEUU apunta a ser claramente el mayor beneficiario de la recuperación en términos de crecimiento económico, muy por encima del resto del mundo capitalista desarrollado.

1.2 Europa, cada vez más lejos (y detrás) de EEUU

Una comparación entre las performances económicas relativas de EEUU y Europa deja como saldo, invariablemente, una derrota del Viejo Continente en casi todos los frentes. La “divergencia transatlántica” no ha hecho más que ahondarse en lo que va del siglo, y la perspectiva es que ese proceso continúe, incluso de manera más acelerada.

Ya en el período previo a la crisis financiera (2000-2007), si bien ninguno de los dos actores tenía mucho de qué jactarse, EEUU mostraba un crecimiento anual promedio del 2,5% frente al 2,1% de la Unión Europea (los datos de ésta no incluyen al Reino Unido). Esta diferencia, dentro de la moderada o raquítica performance del PBI en la segunda década del siglo, siguió su curso hasta las vísperas de la pandemia: el PBI de EEUU estaba en 2019 un 22% por encima del de 2007; el de la Unión Europea, en cambio, apenas un 12% más arriba (lo que indica un crecimiento anualizado inferior al 1% para ese período de doce años).

Ahora bien, la pandemia y la eventual, o provisoria, post pandemia indican una profundización de esa tendencia divergente. Primero, en el impacto propiamente dicho: mientras en EEUU la caída del PBI en 2020 fue del 3,5%, en la UE fue de casi el doble. Y algo similar sucede con la recuperación: las previsiones para 2021 son que EEUU crezca entre un 6 y un 7%, pero Europa –por diversas razones–, algo más del 4%. De este modo, el PBI de EEUU sería a fines de 2022 un 6% más que en 2019 –¡e incluso mayor de lo que se estimaba antes de la crisis del covid-19!–, mientras que el PBI europeo, para esa fecha, apenas va a estar rebasando el nivel previo a la pandemia. En suma, EEUU parecería, al menos por lo que dure la recuperación, salir del marasmo de bajo crecimiento, baja inflación y bajas tasas de interés, que en Europa parece seguir siendo la tónica.

Esta dinámica se sintetiza en un dato sorprendente y la constatación de una tendencia. El dato es que, según un estudio del Centre for European Reform, en el período 2016-2020 la formación de capital fijo en EEUU promedió menos del 1% anual… pero en Europa el saldo fue directamente negativo (TE 9239, “The underachiever”, 4-3-21). La tendencia que continúa en buena salud en la Unión Europea es que todo plan de estímulo fiscal, cuando finalmente se decide, resulta simplemente demasiado tacaño para las necesidades. En su momento, el anuncio del programa Next Generation EU, por el cual los miembros de la UE acordaron implementar un fondo de estímulo destinado a la recuperación económica, causó extrañeza por su abultado –para los cánones europeos– volumen de 750.000 millones de euros. Pero esta aparentemente dispendiosa iniciativa pronto palideció hasta el nivel de menudencia en comparación con los pares y pares de billones de dólares que el gobierno de Biden propone desparramar sin que le tiemble el pulso. En EEUU, la combinación de un gobierno centralizado y de una Reserva Federal firme en su propósito de dinamizar la rueda económica contrastan con el lentísimo proceso de toma de decisiones que caracteriza a la UE. Y también a su banco central, donde, por refrescante que pretenda ser el enfoque de sus autoridades –aunque Christine Lagarde no sea ciertamente un récord mundial en la materia–, siempre hay que contar con la mirada sórdidamente mezquina de los avaros del norte europeo. No tanto Alemania esta vez, curiosamente, pero los países amarretes de siempre se quejaron a viva voz del ejercicio de incontinencia financiera que representaba el hoy a todas luces modesto paquete de 750.000 millones de euros.

De todos modos, incluso esta “generosidad” puede tener patas cortas. Por ejemplo, Francia emitió lo que Husson llama “deuda covid” por un equivalente al 20% del PBI, como lo hicieron los demás países del bloque, sabiendo que esa deuda no era propia sino en buena medida “mutualizada”, es decir, pasada a la cuenta del Banco Central Europeo, que “absorbió así una gran parte de la deuda pública emitida en 2020: 76% para España, 73% para Francia, 70% para Italia y 66% para Alemania”. Ahora bien, esto fue en 2020: “La cuestión que va a plantearse bastante rápidamente es la de saber hasta cuándo y hasta qué nivel los gobiernos y el BCE continuarán su política de ‘cueste lo que cueste’” (M. Husson, “Después de la hibernación”, 17-2-21).

Justamente, una de las consecuencias de la política actual del BCE de compras masivas de valores (quantitative easing, al estilo de la Fed) es “un espectacular ensanchamiento de las desigualdades de patrimonio, en particular el inmobiliario”, señala Husson, que cita a un preocupado Patrick Artus, para quien esta verdadera burbuja de valore inmuebles no sólo beneficia a quienes ya son propietarios, sino que vuelve todavía más difícil el acceso a la vivienda propia para las generaciones jóvenes. Esto, teme Artus, “conducirá a una crítica aún más violenta del capitalismo, y quizás a largo plazo su caída si una gran mayoría de opiniones considera estas desigualdades patrimoniales, que no resultan de un esfuerzo particular, como insoportables” (M. Husson, cit.). Veremos más abajo cómo esta preocupación por la reacción social a las “desigualdades insoportables” está conduciendo a la clase capitalista a la evaluación de la necesidad de un cambio pragmático en su actitud hacia el Estado de bienestar.

En suma, si el plan de estímulo europeo palidece en comparación con el de EEUU, a esto se agrega una recuperación a los tumbos, al compás de las reaperturas y cierres sucesivos en el marco de rebrotes de la pandemia y una marcha errática de los planes de vacunación. Con este cuadro, “la historia de 2021 es que la economía de EEUU está en una reapertura explosiva. En contraste, todo en Europa parece aletargado y débil: el crecimiento del PBI, la implementación de la vacunación, la lentitud de la dinámica empresaria” (TE 9237, “The Draghi effect”, 20-3-21). Decididamente, no parece que estemos ante un resurgir vigoroso del proyecto de la Unión Europea, sino más bien ante un lento pero aparentemente continuo descenso al segundo plano económico, financiero, tecnológico y geopolítico del bloque.

1.3 China y los “emergentes”

Las metas y consideraciones del plan quinquenal chino 2021-2025 muestran un norte claro: avanzar en la autosuficiencia tecnológica, la autarquía económica y el encapsulamiento contra las tendencias hostiles exteriores. Por primera vez, no se explicitan objetivos anuales de crecimiento del PBI, que “dependerán de las condiciones”. Sí se plantea la meta para 2025 de llegar a ser “un país desarrollado de nivel mediano” (mid-tier developed country). Esto puede parecer notablemente modesto, pero no lo es tanto cuando se recuerdan las brutales desigualdades regionales y de la estructura productiva china, que combina nichos de alta tecnología y productividad con áreas profundamente atrasadas (hemos tratado con más extensión estas contradicciones en nuestro “China: anatomía de un imperialismo en ascenso”, izquierdaweb.com, mayo 2020).

El plan quinquenal propone asimismo una estrategia de crecimiento de “circulación dual”, un concepto presentado como otro fruto genial del “pensamiento de Xi Jinping”. Se trata, simplemente, de la combinación de la “circulación internacional” del comercio y la inversión globales con el desarrollo de la “circulación local”, orientada a su vez a un mayor nivel de consumo interno y una menor dependencia de insumos externos.

Sin aportar, prudentemente, mayores precisiones en cuanto a formas y plazos, se reconoce la necesidad de flexibilizar el infame sistema de pasaportes internos (hukou) para facilitar los flujos migratorios y la movilidad interiores, en particular de trabajadores jóvenes y con cierto piso de formación y nivel educativo. En cambio, se especifican con todo detalle las “siete áreas de tecnología avanzada [frontier] consideradas vitales para el desarrollo y la seguridad nacional. Aquí se incluyen computación cuántica, semiconductores e inteligencia artificial” (TE 9236, “The big target”, 13-3-21). Además, se adelanta la duplicación de la ya inmensa red ferroviaria de alta velocidad, que de cumplirse dejaría a China con una red cinco veces mayor a la de todo el resto del mundo.

Consignemos aquí de paso que más allá de las afirmaciones rimbombantes y las no tan estridentes cifras, crecen las dudas sobre la real tasa de crecimiento de la economía china: un análisis del presupuesto 2021 muestra un cálculo implícito (a partir de las cifras del déficit fiscal) de un crecimiento nominal del PBI del 8,9%, que luego debe ajustarse por inflación. Ahora bien, en años anteriores, el crecimiento nominal era más bajo que el implícito en las metas, lo que se explicaba supuestamente por el ajuste por inflación. Pero como es raro que la inflación sea baja con crecimiento alto, la sospecha es que se subcalculaba la inflación para inflar el crecimiento del producto (TE 9236, “Lies, damn lies and implied lies”, 13-3-21). Esta operación estadística explicaría la casi milimétrica precisión con que China cumplió las metas del plan entre 2012 y 2019 (si alguien cree en las casualidades, Xi Jinping asumió en marzo de 2013).

En términos de la acción fiscal para abordar las necesidades impuestas por la pandemia, China es vista como la primera en entrar y la primera en salir (first in, first out). Ahora se propone regresar a políticas fiscales y monetarias menos de emergencia y más “normales”, si bien siempre en clave gradualista, como suele hacer todo China. Mientras el resto del mundo capitalista desarrollado todavía está en la fase de terminar de desplegar gasto público, China busca reducir su déficit fiscal, ya astronómico antes de la pandemia y en el orden de al menos el 10% del PBI. Esta cifra surge de agregar al déficit fiscal reconocido todas las variantes de déficit cuasi fiscal y de empresas estatales; según Morgan Stanley, las cifras oficiales del 3,6% del PBI de déficit fiscal para 2021 y la

meta del 3% para 2021 deberían recalcularse conforme a esos factores a un 15 y un 12% del PBI, respectivamente (TE 9235, “Taper test”, 6-3-21).

De esta manera, China parece separarse de la evolución de los países desarrollados en el crucial terreno del estímulo fiscal para, irónicamente, atenerse más a la ortodoxia económica, aunque, como siempre, “con características chinas”. Además, tanto el rol del Estado en la estructura de protección social como la presión político-social que debe soportar el partido gobernante son fundamentalmente distintos al esquema de las potencias de Occidente, para no hablar de que China es probablemente la única economía importante del mundo que puede afirmar con cierto nivel de confianza que ha dejado atrás la pandemia. Todo lo cual le confiere al PCCh margen para redireccionar recursos fiscales al plan económico estratégico, sin verse en la obligación sanitaria, social o política de desviarse de sus metas. Al menos por ahora.

Mucho más cercanos a los problemas del resto del mundo están los países “emergentes” más importantes, que todavía deben lidiar no sólo con las consecuencias de la pandemia sino con la segunda ola de covid-19 en tiempo presente. Aquí cabe una comparación con el “taper tantrum” de 2013 –esto es, el anuncio de la Reserva Federal de empezar a discontinuar o reducir las compras de bonos, y por ende el estímulo fiscal–, cuando varias de las economías emergentes más importantes (Indonesia, Brasil, Sudáfrica, India y Turquía) reaccionaron muy negativamente. En ese entonces, los indicadores más claros de los problemas que sobrevendrían en esas economías eran la inflación, el tipo de cambio y el balance de cuenta corriente (saldo de entrada y salida de divisas).

Pues bien, hoy, según un informe del HSBC, las economías en mayor riesgo de atravesar problemas similares en caso de una súbita astringencia monetaria por parte de la Fed son casi las mismas: Indonesia, Brasil, Sudáfrica y México. Sin embargo, los parámetros de riesgo hoy son más bien el nivel de déficit fiscal y la proporción de deuda local en manos extranjeras, que en México es del 46% y en Turquía de sólo el 7%, lo que explica por qué el primero ingresa y la segunda sale de la lista (TE 9235, “The fragile four”, 6-3-21).

Aquí se da un dilema, o más bien un círculo vicioso: por un lado, toda la ortodoxia de los organismos financieros internacionales y el dogma económico todavía imperante estimulan la seducción de inversores extranjeros con reformas pro mercado; por el otro, el éxito mismo de esa política puede aumentar la vulnerabilidad de las cuentas fiscales a una súbita estampida de capitales si las condiciones globales –o locales– empeoran, como ocurrió en Argentina en 2018-2019.

Mientras tanto, varios de los países asiáticos más importantes están apilando reservas en divisas –sobre todo en dólares– y superávits comerciales, gracias a un salto en sus exportaciones y la consiguiente mejora en sus saldos de balanza comercial (Taiwán, Corea del Sur, Vietnam, China) o una fuerte reducción de importaciones (India, Filipinas). Parece evidente que estos países se están haciendo un colchón para la eventualidad de un súbito retiro de capitales al estilo del taper tantrum de 2013, con la consiguiente estampida del “vuelo hacia la calidad” de los bonos del Tesoro de EEUU y el abandono de las posiciones en mercados emergentes (TE 9238, “Power in reserves”, 27-3-21).

Pero esos países asiáticos tienen esa posibilidad en función de su despegue económico post pandemia. El resto del mundo emergente probablemente carezca de esos márgenes: el Panorama Económico Mundial del FMI asigna a los dos mayores países del África Subsahariana, Nigeria y Sudáfrica, un crecimiento raquítico en 2021 y 2022, que no llegan a promediar al 3% anual. Las perspectivas para Brasil (3,7 en 2021 y 2,6% en 2022) son apenas mejores, y las de Rusia (3,8% en ambos años) tampoco son para delirar de algarabía.

En resumen, tras la disrupción social y económica global que significó la pandemia, con cambios profundos –muchos de los cuales han llegado para quedarse–, las proyecciones de “salida” a la recesión causada por la crisis del covid-19 no despiertan mayor entusiasmo ni siquiera en el caso de las economías en principio en mejores condiciones para pensar en un despegue, como EEUU y China. Los interrogantes pendientes son demasiados, demasiado grandes y demasiado profundos como para habilitar un optimismo al que, por otra parte, nadie se anima a subirse del todo.

1.4 Una idea novedosa: que los ricos paguen impuestos

Una pata muy necesaria de la ofensiva de Biden en el terreno de la intervención estatal en el curso de la economía post pandemia es asegurar al menos parte de su financiamiento con recursos genuinos, y que no todo sea emisión de bonos. Por eso, y aquí sí en un claro giro respecto de la línea Trump, el 31 de marzo se anunció una suba del impuesto a las empresas del (ridículamente bajo en términos internacionales) 21% al 28%. Pero no se trata sólo de esta vez, ni sólo de EEUU. Como advirtió Janet Yellen, la secretaria del Tesoro (equivalente a ministra de Economía, y además Yellen fue titular de la Reserva Federal), la intención es “poner fin a una carrera de treinta años a la baja en las tasas impositivas corporativas”.

Esta “carrera”, en verdad, es un elemento sustancial del esquema económico neoliberal de las últimas décadas, y formó parte de uno de los núcleos del credo ortodoxo de que las empresas debían pagar los impuestos más bajos posibles. En EEUU, la carrera significaba una competencia entre sus estados para atraer inversiones bajando una y otra vez el impuesto a las ganancias corporativas, pero lo mismo se replicaba a nivel internacional. El caso más flagrante es Irlanda, que logró la radicación de muchísimas compañías multinacionales –lo que infló el PBI irlandés de manera absolutamente artificial– a partir de tasas corporativas tan bajas como el 12%. Aun sin llegar a esos extremos, es un hecho que la competencia entre estados por la seducción de inversores no financieros tenía como herramienta principal las exenciones especiales o los cambios de régimen impositivo a favor de las empresas y en detrimento de la capacidad recaudatoria del Estado, con su consiguiente asfixia financiera.

Pues bien, a juzgar por las declaraciones de Biden (y no sólo de él, como veremos enseguida), este círculo vicioso para las arcas fiscales y virtuoso para las ganancias capitalistas está en vías de terminarse. Porque junto con el anuncio para EEUU, Yellen lanzó la iniciativa de establecer un piso a nivel internacional –lo que significa, en la práctica, para los países desarrollados de Occidente– al impuesto a las rentas corporativas también del 28%. Lo cual es lógico: sin un mínimo global, EEUU estaría concediendo una clara ventaja a las potencias rivales, de modo que busca un acuerdo de política tributaria entre varias de las principales economías.

La idea de Yellen es llevar la propuesta al G-20 y la OCDE –los principales países desarrollados son miembros de ambos foros– y establecer un compromiso de estándares comunes que, por supuesto, incluyan a las compañías tecnológicas (grandes especialistas en evasión y en paraísos fiscales). Según Yellen, se trata de un enfoque integral distinto al del período anterior que busca garantizar “sistemas fiscales justos”, es decir, que recauden lo suficiente para tener recursos para servicios públicos esenciales y la contención de la pandemia, para lo cual “todos los ciudadanos” deben “compartir la carga” de financiar a los estados. La referencia a los “ciudadanos” capitalistas que durante décadas se desentendieron alegremente de “compartir esa carga” a expensas de los “ciudadanos” trabajadores y el ajuste del gasto social a la población más necesitada es apenas solapada.

Y vaya que el llamado tuvo eco. La primera en reaccionar favorablemente fue la economista jefa del FMI, Gita Gopinath, en ocasión de la presentación del tradicional informe de Panorama Económico Mundial: “Desde hace tiempo hemos estado a favor de un impuesto mínimo a las sociedades a nivel global”, dijo, y agregó, citando el informe, que “los esfuerzos nacionales deberán complementarse con una sólida cooperación internacional para limitar la transferencia de beneficios y la evasión fiscal”, prácticas que todos conocen y contra las cuales nadie hace nada seriamente. ¿Hasta ahora?

También dieron su conformidad dos pesos pesados: Alemania y Francia. El ministro de Finanzas alemán, Olaf Scholz, se esperanzó con que “con esta iniciativa sobre el impuesto de sociedades consigamos poner fin a la carrera mundial hacia la baja en materia de impuestos”, y puso el foco especialmente en los gigantes digitales (tema que a los europeos les causa urticaria). Y su par francés, Bruno Le Maire, se sumó al entusiasmo: “Tenemos al alcance ahora un acuerdo global sobe impuestos internacionales. Debemos aprovechar esta oportunidad histórica”.

En falsa escuadra, en cambio, quedó el Reino Unido. Allí el estímulo fiscal llegó a los inéditos niveles del 16% del PBI, pero eso no significa que el financiamiento de esos paquetes se plantee desde un ángulo ni mínimamente más “progresivo”. De hecho, el ministro de finanzas Rishi Sunak quiso posar de innovador audaz con una propuesta de aumento gradual del impuesto a las ganancias empresarias (corporate tax) del 19 al 25%, pero recién a partir de 2023 (como ironiza The Economist, esta idea de “seamos audaces, pero no ahora” hace recordar al pedido de San Agustín a Dios: “Hazme casto, pero no todavía”). En realidad, la maniobra consistía en esperar que las condiciones mejoraran a tal punto para esa fecha que no fuera necesaria una suba tan “pronunciada”, sino sólo de tres o cuatro puntos, que sería el verdadero objetivo (TE 9235, “St Augustine’s economics”, 6-3-21). Claro está, estas especulaciones quedaron fuera de cuadro con la ofensiva Biden de nivelar los impuestos a las empresas en un piso del 28%, como hemos visto. No hubo recepción entusiasta de la idea en público, pero nadie se atrevió tampoco a salir a denunciar que Biden quería esquilmar a las empresas. Y con razón: el margen político para la defensa de multimillonarios no sobra en ninguna parte.

Tal vez teniendo en cuenta semejante unanimidad, uno de los potenciales damnificados, Jeff Bezos, CEO y principal accionista de Amazon y el hombre más rico del planeta, se sumó con un lacónico “apoyamos un alza del impuesto sobre las ganancias de las empresas”. Pues en buena hora: la encuesta anual de la revista Forbes sobre los multimillonarios –personas con un patrimonio superior a los 1.000 millones de dólares– muestra que los más beneficiados por las condiciones económicas de la pandemia fueron los ultra ricos. No sólo la lista de multimillonarios nunca fue tan nutrida (2.755 personas), sino que la suma de sus fortunas trepó a 13,1 billones de dólares, muy por encima de los 8 billones del año pasado y equivalente a más de un 15% del PBI global. Ni hablar de las fortunas que encabezan la lista: Jeff Bezos pasó de un patrimonio de “apenas” 113.000 millones de dólares a 177.000 millones, una suba del 57%, mientras que el segundo, Elon Musk, pegó un salto meteórico, multiplicando por seis sus 24.600 millones anteriores hasta 151.000 millones de dólares, gracias a la suculenta (y burbujeante) cotización de Tesla en Wall Street. Tal vez esta novedad de su buena voluntad para pagar algo de los impuestos que antes el Estado se negaba a cobrarles –o que les permitía evadir– tenga que ver con los cambios en el humor social respecto de a quién le toca pagar las cuentas de la crisis. A esa cuestión nos abocaremos ahora.

2. ¿Hacia un nuevo «contrato social»?

La agitación política que observamos en muchos países no es más que un anticipo [foretaste] de lo que nos espera si no repensamos qué es lo que nos debemos unos a otros”

Baronesa Minouch Safik, actual directora de la London School of Economics y miembro de la Cámara de los Lores, 2019

Si al pueblo no le damos reformas sociales, nos dará la revolución social”

Sir Quintin Hogg, Barón Hailsham de Marylebone, ex Lord High Chancellor británico y miembro de la Cámara de los Lores, 1943

2.1 Un sentido común en crisis

La pandemia, entre otras cosas, hizo trizas el sentido común establecido en cuanto a los niveles admisibles de gasto público. Los paquetes de ayuda fiscal y de gasto en infraestructura que propone Biden (casi 5 billones de dólares en total, un 23% del PBI de 2020) tienen amplio apoyo en el establishment y mayor aún en la población. A mucho menor escala, Boris Johnson en el Reino Unido extiende, contra los anuncios en contrario de hace unos meses, el pago de licencias a trabajadores que no concurren a su trabajo hasta septiembre, apilando así un volumen de deuda pública que es el más alto desde 1945.

Empiezan a hacerse oír las voces que reclaman aprovechar la oportunidad de la pandemia para reconfigurar las políticas de seguridad social, al menos en el mundo capitalista desarrollado. Hay un evidente cambio de humor al respecto: dos tercios de los europeos están de acuerdo con la implementación de un sistema de ingreso básico universal (IBU). Los países de la OCDE (en su mayoría, desarrollados) gastaron en promedio un 5,8% del PBI para sostener una cantidad récord de empleos y trabajadores. También están bajo la lupa las condiciones de trabajo de las mujeres con hijos en riesgo de quedar fuera del mercado laboral y las de los trabajadores de la salud y de delivery, esenciales en las circunstancias de la pandemia.

Ya antes de la crisis del covid-19 la red de seguridad social estaba crujiendo incluso en los países imperialistas. En EEUU, entre 1999 y 2019 la proporción de la población entre 25 y 54 años que está fuera de la fuerza de trabajo aumentó un 25%: 4,7 millones de personas, seis veces más que la cantidad de personas que pasaron a recibir asistencia de programas estatales. Así, esa red tradicional de seguridad social “ha fracasado con frecuencia en la tarea de proteger a los trabajadores de la globalización y del cambio social y tecnológico” (TE 9235, “Bouncing back”, 6-3-21). Por eso, desde las propias filas de la clase capitalista se admite la necesidad de un cambio (aunque, desde ya, sin llegar al IBU).

Y aquí la “sensibilidad social” u otras emanaciones sentimentales o morales –que ahora regresan, como veremos enseguida– no tallan, como de costumbre, en lo más mínimo: se trata de un cálculo fría y estrictamente político y económico. Sucede que la falta de colchón social para amplios sectores de la población termina siendo una carga para el dinamismo de la economía en su conjunto: “La delgadez del seguro social socavó el apoyo político para la destrucción creativa” (ídem). Recordemos que “destrucción creativa” era el nombre que daba el lúcido economista burgués del siglo XX Joseph Schumpeter al proceso de eliminación de capitales improductivos y el surgimiento de otros nuevos, pujantes e innovadores. Uno de los escasos contraejemplos a lo avaro de ese colchón es el programa danés, que destina casi el 2% del PBI a la capacitación y asesoría de desocupados. Pero la norma es que los seguros de desempleo tradicionales generan una división entre precarios y no precarios.

La mayor novedad de la crisis inducida por el covid-19 respecto de la crisis financiera de 2008-2009 es que obligó a los estados a salir presurosos a rescatar hogares y empleos, no bancos y empresas. Esto impactó de lleno en los tres tipos de esquemas de seguridad que identificaba en el mundo desarrollado el politólogo danés Gosta Esping-Andersen: el anglófono, donde el Estado cumple un rol subsidiario y residual; el de Europa continental, orientado a la cobertura a las familias con un mix variable de ayuda estatal y de empleadores, y el escandinavo, con una fuerte protección estatal que garantiza el acceso universal a los servicios básicos. En todos ellos, la pandemia forzó a un gigantesco apoyo financiero de emergencia del orden de los 14 billones de dólares, casi un sexto del PBI global 2020, con una proporción (y un peso absoluto) mucho mayor de los países desarrollados, a un nivel no visto desde 1945.

Este cambio en 2020 vino “después de décadas en los cuales los riesgos vinculados a una mayor expectativa de vida o a perder el empleo, reemplazado por un algoritmo o un trabajador inmigrante, fueron transferidos gradualmente del Estado y los empleadores a los individuos” (TE 9235, “Shelter from the storm”, 6-3-21). Esta “transferencia del riesgo” está en el centro de modificaciones profundas en el funcionamiento del capitalismo contemporáneo que afectan no sólo a la economía sino a la cotidianeidad de las masas. Este proceso es lo que el sociólogo polaco Zygmunt Bauman llamaba, irónicamente, la “autodeterminación obligatoria”, es decir, el resultado de que las instituciones estatales se desentienden progresivamente del destino y bienestar de los individuos: “Si los individuos se enferman, es porque no han sido lo suficientemente constantes en el cuidado de su salud; si no consiguen trabajo, porque no han aprendido las técnicas para pasar entrevistas, porque les falta decisión o porque simplemente son vagos; si se sienten inseguros respecto de sus carreras y los atormenta el futuro, es porque no han sabido ganarse amigos e influencias y han fracasado en el arte de seducir e impresionar a los demás. En todo caso, esto es lo que se les dice todos los días y lo que han llegado a creer (…). El modo en que uno vive se vuelve una solución biográfica a contradicciones sistémicas. Los riesgos y las contradicciones siguen siendo producidos socialmente; sólo que ahora se carga al individuo con la responsabilidad y la necesidad de afrontarlos” (Modernidad líquida, 2000).

En esa lógica seguía el funcionamiento social capitalista cuando le cayó la pandemia, que “mostró que el estado de bienestar necesitaba una modernización. Había nacido bajo un orden social distinto y para proteger contra otros riesgos. El descontento ya venía en aumento desde antes de la pandemia; en 2019 menos del 20% en 26 países estaba de acuerdo con la idea de que ‘el sistema’ funcionaba en su favor, y la mitad decía que le estaba fallando, según el Edelman Trust Barometer” (TE 9235, “Shelter from the storm”, cit.).

Antes de la Segunda Guerra Mundial, la seguridad era poco más que una muy limitada redistribución para la pobreza en emergencia. En la posguerra, bajo la espada de Damocles de la “amenaza comunista”, se dio una amplia expansión de la red de protección social, sobre todo –pero en absoluto exclusivamente– en los países desarrollados. La crisis económica de los 70 y el comienzo de la ofensiva neoliberal en los 80, a la vez precursora y contemporánea del proceso de globalización, implicó un cambio importante en este terreno. El eje se desplazó a “hacer que la gente consiguiera un empleo. Los beneficios se redujeron en cantidad y volumen para desalentar la holgazanería y la dependencia del Estado. Se reforzaron los incentivos a trabajar. Los beneficiarios de subsidios fueron estigmatizados como ‘garroneros’, gente que vivía de arriba, y el universalismo de las prestaciones cedió terreno a la condicionalidad y la comprobación de medios de vida” (ídem).

Es altamente simbólico del nuevo enfoque que en el Reino Unido el beneficio cambiara de nombre y pasara a ser de “seguro de desempleo” a “asignación para los que buscan trabajo” (Jobseekers Allowance). Las contrarreformas laborales de ese período esgrimían el argumento de que el trabajo precario –que se consolidó cada vez más como parte del paisaje laboral– haría innecesario el seguro de desempleo, ya que el mercado de trabajo flexibilizado y desregulado operaría con la mercancía fuerza de trabajo como con cualquier otra: ajustaría su precio en función de la demanda, sin que ésta desapareciera.

Como era de esperar, estos venerables supuestos, como suele ocurrir con otros de la vaporosa teoría económica neoclásica cuando toman contacto con la desagradable realidad, no se cumplieron. Sin embargo, eso no condujo a los gobiernos neoliberales a revisar sus fantásticas premisas sino a culpar a las “rigideces”, es decir, a los derechos laborales que todavía quedaban en pie. Fue en este período que marcaban la tónica axiomas como “no hay salvación por la sociedad” (del gurú del marketing de los 80 y 90 Peter Drucker) y, de manera más brutal, “la sociedad no existe, lo que existe son los individuos” (Margaret Thatcher, primera ministra británica entre 1979 y 1990). Para los descontentos y desesperados, fue también la Thatcher quien acuñó una respuesta memorable: “No hay alternativa” (la llamada “lógica TINA”, por la sigla de la citada frase en inglés, “there is no alternative”).

En esa dirección apuntó también el reemplazo de los sistemas de retiro colectivos basados en un porcentaje del salario (defined-benefit) por otros de gestión privada basados en el aporte individual (defined-contribution). Este cambio, impulsado en los 90, tiene consecuencias hasta hoy: “Entre 2004 y 2018, la proporción del ingreso real de un asalariado del sector privado que cubre una pensión típica cayó en promedio un 11% en los países desarrollados”; esto es, la pensión o jubilación representa un 11% menos del salario activo que antes (“Shelter from the storm”, cit.).

La llegada de la pandemia fue totalmente disruptiva de este funcionamiento, aunque sería un grueso error no considerar los años de erosión del consenso de ajuste neoliberal post crisis global de 2008 –que, a su vez, eran continuidad de fuertes cuestionamientos previos–, sin los cuales este aparentemente súbito cambio de frente jamás habría tenido lugar. Así, “el discurso de la autosostenibilidad [es decir, de que las personas debían arreglárselas solas sin ayuda del Estado. MY] se acabó cuando llegó el covid-19. Los gobiernos se apresuraron a repartir dinero primero y hacer preguntas después. El resultado fue un enorme aumento de la cantidad y generosidad de las medidas vinculadas a la red de seguridad social” (ídem).

Según la consultora BCG, sólo en los países desarrollados la proporción de beneficiarios de esquemas de asistencia (subsidios, licencias con goce de sueldo a cargo del Estado, etc.) que nunca antes habían recibido ayuda de la seguridad social alcanzaba en algunos países el 60%. Los subsidios a hogares y trabajadores representan la mitad del 13% del PBI que gastaron los países capitalistas avanzados. El promedio OCDE de los asalariados que de ese modo vieron rescatado su empleo llegó al 20%. En EEUU, la generosidad del subsidio, como vimos más arriba –haya sido por mal cálculo económico o por astuto cálculo político en un año de elecciones presidenciales– fue tal que dos tercios de los beneficiarios terminaron recibiendo ingresos durante el período del subsidio que eran más altos que si hubieran conservado el empleo.

El saldo de la ofensiva neoliberal sobre el trabajo en las últimas décadas en el mundo desarrollado es una creciente polarización del mercado laboral, con a) un aumento –pequeño en cantidad de empleos totales– de los puestos de alta calificación y salario, b) un notorio descenso de los empleos de calificación y salario medios, y c) un fuerte aumento de los empleos de baja calificación, bajo salario y condición legal precaria y/o de medio tiempo. Este tercer grupo, a la vez el más numeroso y de mayor crecimiento, es también el más vulnerable y expuesto a quedar fuera de la cobertura de los esquemas tradicionales de asistencia social. Situación que, desde ya, replica de manera exacta lo que sucede en los muchos menos sofisticados –y mucho más frágiles– mercados laborales de los países “emergentes”, para no hablar de los países más pobres.

De este modo, “la pandemia puso de manifiesto el patrón anticuado de buena parte del gasto social: diseñado para un trabajador de mediana calificación que es menos común y va a serlo cada vez menos en el futuro. Expuso asimismo la vulnerabilidad del creciente grupo de los outsiders del mercado de trabajo, y lo magra que es la seguridad de empleo y de ingresos que conocen hoy muchos trabajadores esenciales” (TE 9235, “Shelter from the storm”, 6-3-21). Fue por eso que la seguridad social debió improvisar cambios sobre la marcha, incluso en países sin la menor tradición de cobertura de este tipo. Es el caso de EEUU, que incluyó por primera vez en su cobertura social a trabajadores contratados y autoempleados. Lo mismo sucedió en Canadá, donde 8,9 millones de personas (casi un cuarto de la población total) recibieron un ingreso mensual de emergencia de 1.600 dólares (estadounidenses).

La situación angustiante de las mujeres forzadas a abandonar el trabajo para el cuidado de sus hijxs ante el cierre de las escuelas destrabó un debate más general sobre la pobreza infantil, que el gobierno Biden promete ahora erradicar o reducir sustancialmente con un beneficio universal por hijx. Este esquema, inicialmente temporario, bien podría consolidarse: según el senador demócrata Sherrod Brown, “hay un compromiso total de todo el bloque demócrata para hacer que este beneficio sea permanente” (TE 9235, “Shelter from the storm”, 6-3-21). Sucede que hay una correlación en EEUU entre los patrones de empleo y la brecha de género. Los efectos de mayor desigualdad tienen lugar en los empleos de servicios o part time, donde las mujeres tienen menos protección legal o incluso sanitaria, como veremos más abajo, y están más expuestas a reducir su horario de trabajo o a abandonarlo para el cuidado de sus hijxs.1

También quedó enterrado por la pandemia –al menos, al nivel de las políticas oficiales– el razonamiento sempiternamente esgrimido por los neoliberales de todo el planeta de que los beneficios sociales propician el fraude, desalientan el ingreso al mercado laboral y fomentan una cultura de la holgazanería. La inédita velocidad con que se concretaron transferencias de dinero a proporciones también inéditas de la población –facilitada en particular donde ya había un uso extendido de la infraestructura financiera digital, aunque donde no existía potenció su desarrollo– demostró que esos “argumentos” nunca fueron otra cosa que prejuicios clasistas interesados al servicio de la explotación del trabajo.

Este tropo liberal, sin duda, ya venía desgastado: según informes de Social Attitudes y de Pew, respectivamente, en el Reino Unido en 1987 –pleno thatcherismo– el 30% opinaba que quienes cobraban beneficios sociales no los merecían; en 2019, sólo el 15%, mientras que en EEUU la proporción de lo que creían que los beneficios eran excesivos y desalentaban el trabajo cayó de un 59% (!) en 2015 a un 35% en 2019.

Desde ya que el esfuerzo fiscal extraordinario desencadenado por la pandemia –insistimos: en general, ese esfuerzo fue directamente proporcional a la riqueza del país– no podía sostenerse indefinidamente, y en todas partes se está instrumentando el retiro progresivo de los andamiajes más de emergencia (ver sección 3, más abajo). Pero es un hecho que no hay manera de volver al punto de partida anterior, porque los términos políticos, sociales e incluso ideológicos del debate se han movido decisivamente en contra del “sálvese quien pueda” neoliberal y a favor de reasignar firmemente responsabilidades al Estado capitalista por la seguridad y el bienestar sociales de sus ciudadanos.

2.2 Aunque el FMI se vista de seda…

Esto es visible, aunque por ahora más al nivel de la retórica que en las acciones, incluso en los guardianes oficiales de la ortodoxia, los organismos financieros multilaterales, sobre todo el FMI y el Banco Mundial. Los esfuerzos del FMI por mostrar, una vez más, que no es el organismo inflexible e insensible de años pasados cuya receta única es ajuste fiscal y reformas laborales y previsionales no han sido muy exitosos por ahora, y no por escatimar intentos; es difícil demostrar que se haya lucido mucho en ese plano en lo que va de la pandemia. La política de relaciones públicas con Kristalina Georgieva al frente del Fondo es mostrar un rostro más humano que el de la estólida tecnócrata Christine Lagarde. Pero cuando salimos del terreno de los discursos y pasamos a los números, los resultados son más bien magros.

Con todo lo inédito que tiene el escenario pandémico mundial, el rol del FMI ha quedado muy por detrás no ya de sus propios discursos sino incluso de las más moderadas expectativas de los países miembro. Sobre todo si se lo compara con la magnitud de la intervención estatal en los países desarrollados y en muchos emergentes, cuya escala es mucho mayor a la asistencia del Fondo. Desde marzo de 2020, el FMI ha aportado 32.000 millones de dólares en financiamiento de emergencia y otros 74.000 millones en otras líneas de crédito. Comparado con la cantidad de países que requerían inyecciones masivas de recursos para sostener sus economías y su actividad, la cifra asombra por su insignificancia. Tengamos en cuenta que el FMI se jacta de haber asistido a 85 países, casi todos de bajos ingresos (de hecho, entre todos representan apenas el 5% del PBI global). Pero si es así, el promedio de asistencia sumando todos los rubros es de apenas 1.240 millones de dólares por país. Aun para economías pequeñas, es una gota en el océano de las necesidades financieras que disparó la pandemia.

Para colmo, el Fondo había establecido una “línea de liquidez de corto plazo” para economías más desarrolladas, que estimaba alcanzaría los 50.000 millones de dólares (otra bagatela). ¿Resultado? Las transferencias fueron cero, ya que los países en cuestión se las arreglaron con sus propios recursos o emitieron deuda; la “colaboración” del FMI era tan misérrima que ni fue tenida en cuenta. Inclusive, ex funcionarios del organismo habían propuesto en julio de 2020 que el Fondo implementara líneas de apoyo especiales para sostener gastos vinculados a la pandemia, con la idea de atraer países habitualmente renuentes a las condiciones que vienen impuestas junto con los créditos, “reducir el estigma de recurrir al FMI” y “reevaluar las condicionalidades para reducir los costos políticos” que los gobiernos no querían pagar, según explicaba un ex funcionario, Ousméne Mandeng, al Financial Times. Pero el Fondo, luego de considerar la idea, terminó rechazándola (TE 9239, “Performance anxiety”, 4-3-21).

Es cierto que el discurso del FMI parece querer adaptarse a los “vientos keynesianos” y ahora favorece generosas dosis de gasto público y estímulos fiscales… pero sobre todo en los países que puedan costearlos, que son los que proporcionalmente menos los necesitan. Así, la titular del Fondo, Kristalina Georgieva, abogó en el último Panorama Económico Mundial por “darle a todos una chance justa (fair shot). Eso incluye una chance justa de acceder a la vacuna, al apoyo durante la recuperación [¿no después? MY] y al futuro en términos de participar en y beneficiarse de las inversiones públicas en ecología, tecnología digital, salud y oportunidades educativas. Los destinos económicos están divergiendo peligrosamente (…). Un pequeño número de economías avanzadas y emergentes, lideradas por EEUU y China, encabezan la recuperación, mientras los países más pobres y débiles se están quedando atrás en esta recuperación a múltiples velocidades. (…) Enfrentamos también un alto grado de incertidumbre, especialmente sobre el impacto de nuevas cepas del virus y cambios potenciales en las condiciones financieras. Y está el riesgo de mayor daño económico a partir de pérdida de empleos, pérdida de aprendizajes, quiebras, hambre y pobreza extrema”. A primera vista, parece una canción en un tono muy diferente a la difundida por el FMI luego de la crisis global de 2008-2009.

Sin embargo, al mismo tiempo que el Fondo justifica la puesta en marcha de planes de asistencia extraordinaria que a veces pueden involucrar un importante volumen de gasto público respecto del PBI, aclara que las medidas que se tomen en ese plano deben ser “intrínsecamente reversibles” (¡vaya definición!), esto es, pensadas como no permanentes y prestas a ser retiradas cuando las condiciones cambien. Es la misma mirada de la OCDE, que advierte que “probablemente, en los próximos meses los países tendrán que modificar y ajustar la composición y características de sus programas de ayuda. Debido al costo de las medidas ya implementadas, también se enfrentarán a decisiones difíciles”. Como dijo brutalmente el ministro francés del presupuesto: “Hemos podido afrontar la crisis con medidas de ayuda masivas, pero estas medidas de emergencia se acabarán progresivamente cuando la crisis termine. El nivel de gasto que conocemos hoy no es sostenible en el tiempo” (citado por Michel Husson, “Después de la hibernación”, 17-2-21).

Al respecto, señala Husson que “la crisis ha llevado a las clases dominantes a tomar decisiones que están en total contradicción con sus principios ideológicos (…). Hay dos formas de ver estos cambios de actitud. La primera es denunciar tales medidas como insuficientes o provisionales, y estas críticas son legítimas. Pero probablemente sería un error no tomar nota de estos cambios de política” (ídem).

Al mismo tiempo, como señala Roberts, cuya mirada es más cauta, o escéptica, “el nuevo consenso, en caso de que exista, es hijo de la necesidad, no de un cambio de ideología. Así como los gobiernos de las economías capitalistas más importantes se vieron obligados a inyectar ingentes cantidades de crédito en la economía, del mismo modo el FMI y el Banco Mundial vieron la necesidad de evitar un desastre de la deuda global. (…) [Pero] cuando miramos debajo de la retórica y examinamos los términos a los que se siguen ateniendo el FMI y el BM para los préstamos actuales y futuros, no es mucho la que ha cambiado. (…) Los supuestamente novedosos pedidos de más inversión pública se dirigen solamente a los países que tengan ‘margen fiscal’; es decir, los que puedan darse ese lujo. En un informe del staff del Fondo para 80 países, la Red Europea para la Deuda y el Desarrollo halló que 72 de ellos preveían recortes al gasto por debajo de los niveles pre pandemia ya en 2021, y los 80 países pensaban hacerlo para 2023. (…) Estos planes de austeridad cuentan con la aprobación de los equipos del FMI” (“IMF and debt: a new consensus?”, 15-4-21).

Podemos dejar abierta la cuestión de hasta dónde el cambio de discurso obedece a un giro pragmático real, y si éste se origina en la “necesidad”, como dice Roberts, o en la convicción (opciones no del todo excluyentes entre sí). Pero, como observa Husson, sería políticamente insensible no dar cuenta de que de manera aún no del todo institucionalizada, difusa y desigual, pero no por ello menos concreta, empieza a tomar forma un nuevo consenso. Y esto dice mucho sobre un cambio sordo, poco puntuado por grandes hechos sociales, pero indiscutiblemente real, de las relaciones de fuerza entre las clases. Al respecto, un claro indicador de la necesidad del Estado capitalista de estabilizar nuevos ingresos para garantizar (no tan) nuevas necesidades es el reclamo de Biden de fijar un piso global de impuestos a las empresas del 28%, como vimos más arriba.

Es acaso por eso que ahora el FMI parece abrir la canilla con una nueva asignación de su moneda, los derechos especiales de giro (DEG), por un monto total, ya más significativo, de unos 650.000 millones de dólares, que serían distribuidos dando prioridad para los países pobres y emergentes. Esta asignación no tendría otro requisito más que tener la cuota al día con el organismo. Más allá de que los ortodoxos frunzan el ceño –no parece el mensaje más coherente exigir “reformas” como condición para los programas tradicionales de asistencia financiera y de repente despacharse con un reparto casi incondicional–, es probable que estemos ante otro caso de “demasiado poco y demasiado tarde”. Con esto, por ahora, no alcanza para sentar al FMI en la mesa de los representantes del orden capitalista que piensan seriamente en una reconfiguración del rol del Estado. Lo paradójico es que acaso dentro de no mucho puede estar en minoría.

2.3 Crece el debate sobre el ingreso básico universal y el rol de los bancos centrales

En cuanto a la posibilidad de instalar esquemas fundamentalmente distintos de seguridad social, si bien ningún país está contemplando una implementación del ingreso básico universal (IBU), “la pandemia parece haber cambiado el foco desde los subsidios específicos [targeting] hacia los universales [universalism]. Algunos sostienen que, si se lleva su lógica hasta el final, las lecciones del covid-19 van a conducir a los países a lanzar el IBU” (TE 9235, “Shelter from the storm”, 6-3-21). La idea de que un evento catastrófico está a la vuelta de la esquina y que el Estado debe estar listo para intervenir inmediatamente se extiende ahora a territorios que van más allá de aliviar un shock momentáneo. Según Anton Hemerijck, del European University Institute, “un simple colchón [financiero] no será suficiente para enfrentar los shocks del futuro. Hay que invertir en el cuidado infantil, en la capacitación, en la salud, en la gente también, si lo que se quiere es un estado de bienestar a prueba de futuros desastres” (TE 9235, “Shelter from the storm”, 6-3-21).

Ahora bien, estos “shocks del futuro” no remiten simplemente a una nueva ola de esta pandemia o eventos “extraordinarios” semejantes, sino también a disrupciones de origen social y económico. Esto es, no a hechos singulares sino a procesos que incluyen los cambios en el mercado de trabajo ante innovaciones tecnológicas como la robotización y la inteligencia artificial (IA), los cambios demográficos –en particular, el creciente envejecimiento de la población en los países desarrollaos y también en muchos “emergentes”– y los problemas asociados al cambio climático.

En este marco, a medida que crecen la aprensión social y política en amplios sectores de la clase capitalista por el impacto social y político de la disrupción laboral que podría causar la robotización y la IA, se renueva el interés por alguna forma de IBU. La referencia europea más conocida, el referéndum en Suiza de 2016 –el 80% se opuso a una variante de IBU de 2.500 dólares mensuales–, resulta ahora tan lejana como si hubiera sido en otro continente y en otro siglo. Bajo la presión de la pandemia, según datos del Banco Mundial, un tercio del gasto total vinculado al covid-19 fue directo a los bolsillos de 1.100 millones de beneficiarios.

Sin llegar a ser un IBU en sentido estricto –no cumplieron alguna de las dos condiciones básicas, la universalidad y la permanencia en el tiempo, sobre todo la segunda–, hubo no obstante experiencias de transferencias masivas a amplios sectores de la población. Fue el caso de EEUU (entre 1.200 y 1.800 dólares mensuales), Hong Kong (1.300), Singapur (420) y muchos otros. Claro que estos ingresos duraron en promedio unos tres meses, por lo que no cabe esperar que se transformen en un IBU o un embrión de él. Pero está claro que la pandemia ha desbrozado el terreno para una aceptación mayor o incluso una relativa naturalización de la idea: en EEUU y la Unión Europea ya recibe un apoyo mayoritario entre los jóvenes.

Mientras tanto, la cosa no pasa de experimentos de duración mayor pero escala mucho menor (Finlandia, Alaska, Kenia) o de propuestas (el caso de un candidato presidencial con chances en Corea del Sur, que lo implementó como alcalde a nivel de la juventud). Los resultados de esas experiencias son casi invariablemente inobjetables: mayores niveles de bienestar general y salud, menos stress y depresión, más propensión a emprender actividades no tradicionales y más riesgosas financieramente, etc. Pero la cuestión crucial del financiamiento está lejos no ya de resolverse, sino siquiera de haberse planteado a fondo: “Si por un lado las grandes expansiones del estado de bienestar de mediados del siglo XX se apoyaron en un espíritu de solidaridad y autosacrificio forjado en la Gran Depresión y la guerra, lo que hizo que el financiamiento con impuestos de los nuevos beneficios fuera políticamente posible, el nuevo entusiasmo por las transferencias de efectivo es más bien deudora [en cuanto a la perspectiva de financiamiento. MY] de un relajamiento de las preocupaciones respecto de la deuda pública. A medida que la pandemia termine, esa actitud relajada puede cambiar también” (TE 9235, “Cheques and balances”, 6-3-21).

Traducido a un lenguaje marxista, esto significa que los cambios estructurales en la constitución del estado de bienestar –incluida la anuencia de la clase capitalista a financiar la asistencia social con parte de sus ganancias– obedecieron a factores sociales mucho más profundos y poderosos que los que actúan hoy, propios del período histórico en que tuvieron lugar. Que el capitalismo global acceda graciosamente a conceder a cientos o miles de millones de personas un ingreso básico universal o alguna forma similar de protección social amplia va a requerir de una radicalización mucho mayor que la actual de las condiciones políticas y sociales.

Hecha esta aclaración, sin embargo, volvemos a señalar la importancia crucial de dar cuenta de las novedades y del “cambio de ambiente” sobre el tema que está sucediendo ante nuestros ojos y que, a su manera desigual, distorsionada, dialéctica, refleja relaciones de fuerza en una tensión que acaso no hayamos visto desde el comienzo del ciclo histórico abierto en las últimas décadas.

Parte de este cambio de ambiente es la no muy debatida, casi silenciosa, pero sorprendentemente firme y regular reasignación de roles a los bancos centrales, que se viene consolidando año a año y país por país. En este caso, el sentido común que se abandona es doble: el de circunscribir su función a la protección de la moneda (o, lo que es lo mismo, al control de la tasa de inflación) y el de concebirlos como entidades separadas de las autoridades políticas, sin tener que rendir cuentas a ellas (la llamada “independencia”).

La idea de que los bancos centrales deben ser independientes del poder político es relativamente reciente; se remonta no más allá de la experiencia inflacionaria de fines de los 60 y los años 70, y recién cobró carácter de dogma en los 80. Fue entonces que se instaló el régimen de metas de inflación, cuyo instrumento básico era el manejo de la tasa de interés por parte de los bancos centrales, con la disciplina fiscal como estandarte.

Pero este paradigma también ha cambiado. Como señalamos, al principio este cambio fue gradual, desde el estallido de la crisis financiera global de 2008-2009 y el consiguiente descontento social –a veces manifiesto, a veces sordo, siempre latente– que ésta generó. El hecho es que la línea demarcatoria entre las esferas fiscal y monetaria se ha venido difuminando desde la crisis de 2008, y es hoy más borrosa que nunca. La pandemia vino a remachar el clavo del consenso anterior: “El director de banco central de la vieja escuela –criado en la academia, apartado de la política, paranoico sobre la inflación– es una especie casi extinta. La nueva cepa ahora habla sobre desigualdad y cambio climático, y se muestra optimista o entusiasta respecto del riesgo inflacionario” (TE 9235, “Lament for the pointy-heads”, 6-3-21).

Los bancos centrales de muchos países desarrollados están agregando a sus objetivos adicionales criterios como el índice de desempleo (la Fed, desde hace mucho), los precios de las viviendas (Nueva Zelanda), la desigualdad y el cambio climático (TE 9236, “Many hats”, 13-3-21). Claro que esta expansión de roles, que está un poco en el espíritu de época de los últimos años, termina en los hechos volviendo cada vez más porosa la frontera entre gestión del banco central y políticas gubernamentales, lo que no hace más que seguir socavando el evangelio de la “independencia” de la autoridad monetaria “técnica” respecto de la autoridad política electa.

2.4 Al rescate del capitalismo con armas “morales”

Coincidentemente, algunas de las voces del establishment que con más énfasis insisten en que conviene ceder ahora un poco para no poner mucho más en riesgo en el futuro vienen de desempeñarse al frente de los bancos centrales más importantes de Europa. El primer ejemplo es el de Mark Carney, ex director del Banco de Inglaterra (el banco central) entre 2013 y 2020, que sostiene en su libro Value(s) que “en economías de mercado obsesionadas con la ganancia, el autointerés no deja lugar para otras motivaciones, lo que hace del mundo un lugar más egoísta… y potencialmente menos próspero y con menor resistencia a las crisis” (citado en TE 9237, “For goodness’ sake”, 20-3-21).

Por su parte, la actual directora de la reverenciada London School of Economics (y vice de Carney en el Banco de Inglaterra), Minouche Shafik, en su libro What We Owe Each Other, advierte que los cambios en la economía global exigen una modernización del contrato social “si es que no queremos ser testigos de una fractura destructiva de la confianza mutua en la que se basan la sociedad y la ciudadanía. (…) La gente se ha vuelto demasiado desinteresada en sus obligaciones con los demás y con la sociedad como un todo” (ídem).

Por supuesto, donde dice “la gente” debería decir “la clase capitalista”. Porque “la gente” que no se “desinteresa” de los demás es la que sufre el disfuncional capitalismo contemporáneo y, teme Carney, puede reaccionar en consecuencia: “Siento el colapso de la confianza pública en las elites, la globalización y la tecnología. Y me he convencido de que estos desafíos reflejan una crisis en los valores, y que hacen falta cambios radicales para construir una economía que funcione para todos” (en M. Roberts, “Mark Carney: Value or price?”, 15-3-21).

Para alcanzar tan loable y vaporoso fin, Shafik y Carney se apoyan explícitamente en un liberal clásico convenientemente olvidado por los neoliberales, neoclásicos y “libertarios” de hoy: Adam Smith.2 Éste, en su The Theory of Moral Sentiments, ve a los mercados como “instituciones vivas, insertas en la cultura, las prácticas, las tradiciones y la confianza pública de su época. (…) La ‘simpatía mutua’, [la capacidad de] imaginar cómo se sienten los otros, (…) establece un cimiento social para las demás instituciones, incluidos los mercados” (en “For goodness sake”, cit.).

Como marxistas, tenemos derecho a mirar con la debida sorna estas emanaciones, o supuraciones, de moral provenientes de lo más rancio del establishment de la City londinense. No obstante, sería un error no interpretar este tibio y tardío mea culpa como lo que es: un síntoma de cambio de época y de crisis del credo neoliberal, que no puede más que admitir que su sistema de valores ya no es funcional a la construcción de hegemonía ideológica, del necesario consenso de las masas a las que hasta hace muy poco se les cargaba la cuenta íntegra de los problemas del orden capitalista.

Con más de un siglo de retraso, Carney descubre que “estamos viviendo el aforismo de Oscar Wilde –saber el precio de todo y el valor de nada– a un costo incalculable para nuestra sociedad. (…) Cada vez más, el valor de algo o alguien se equipara a su valor monetario, determinado por el mercado. La lógica de la compra y la venta ya no se aplica sólo a los bienes materiales, sino que gobierna cada vez más el conjunto de nuestra vida, desde el cuidado de la salud hasta la educación, la seguridad pública y la protección ambiental” (en M. Roberts, cit.).

Justamente, el espectro que más angustia a Carney, por ahora, no es el de la revolución sino el del cambio climático: “A Carney le preocupa que la actividad del mercado y sus incentivos expulsen normas sociales importantes. Vicios privados como la codicia o la ambición, que pueden ayudar a elevar el producto social cuando se ejercen en mercados de competencia perfecta [entelequias sin domicilio conocido fuera de los manuales de economía burguesa. MY], suelen ser socialmente destructivos en otras circunstancias menos ideales [es decir, en cualquier ubicación dentro del planeta Tierra. MY]. En cuanto el dinero se convierte en la medida única o primordial del valor, la sociedad pierde la capacidad de distinguir entre actos de creación de riqueza que merecen ser emulados y otros que no. Quienes dejan de lado la oportunidad de hacer dinero para dedicarse a actividades más altruistas son vistos como unos tontos ingenuos, más que como ciudadanos modelo. La pérdida de interés en hacer el bien por el bien mismo deja a la sociedad menos apta para enfrentar crisis serias como el cambio climático” (TE 9237, “For goodness’ sake”, cit.).

Dejemos de lado, una vez más, la patética exhortación a “hacer el bien por el bien mismo”, como si el sistema económico capitalista pudiera fundarse sobre éticas de manuales de caridad cristiana o de autoayuda. Lo interesante aquí, como observa poco después el columnista, es que se trate de ex banqueros centrales quienes señalen consternados el “desgarramiento del tejido social” (the fraying of the social fabric). Porque, más allá de sus “insuficiencias morales”, estos procesos socavan la “confianza mutua”, que es “central para el mantenimiento de la estabilidad de una moneda o de un sistema financiero” (ídem). La paradoja es sólo aparente; es precisamente la obsesión profesional por la estabilidad la que hace sonar la alarma en estos tecnócratas devenidos fiscales de la conducta del capitalismo salvaje.

Estos ex directivos del Banco de Inglaterra (Carney, además, del Banco Central de Canadá) no son los únicos personajes de la elite financiera (y, más específicamente, de los bancos centrales) preocupados por el rumbo del capitalismo de hoy y su peligrosa erosión del consenso social. Al actual primer ministro italiano y ex director del BCE, Mario Draghi –curiosamente, al igual que Carney, también ex ejecutivo de Goldman Sachs, una de las capitales de la especulación financiera y la explotación laboral–, recurriendo a la mirada del obispo de Munich Reinhard Marx, le dan mucha pena “los débiles y los oprimidos”, y, a fin de “reconciliar la libre empresa con la preocupación por el bien común”, propone la doctrina social cristiana como “guía para elevado estándar moral”. Porque, constata Draghi, “la crisis ha desgastado la confianza popular en la capacidad de los mercados para generar prosperidad para todos. Esto está forzando el modelo social europeo; junto con la acumulación de riquezas fabulosas para algunos, hay un extendido sufrimiento económico. Países enteros han sufrido las consecuencias de acciones equivocadas en el pasado, pero también de fuerzas de mercado que a veces están más allá de su control” (M. Roberts, cit.). Es imposible aquí no pensar que Draghi se está refiriendo –sin la menor autocrítica, por supuesto– a Grecia, caso que conoció como protagonista directo de la “troika” (Comisión Europea-BCE-FMI) que con su intransigencia en el plan de ajuste llevó al desastre a ese país. Pero la idea es perfectamente aplicable a muchos otros países víctimas de “fuerzas más allá de su control”.

Desde ya, las “soluciones” que proponen Carney, Shafik y Draghi no sólo están penosamente por detrás de los problemas, sino que son contradictorias con sus propias premisas. Lejos de lanzar una cruzada de “despertar de la moral” en el seno del establishment, las medidas que sugieren son perfectamente tecnocráticas y moderadas: reforzar las redes de seguridad social para hacer que el capitalismo sea “más inclusivo”. Como observa ácidamente el propio comentarista, “los personajes poderosos de hoy son los que prosperaron dentro del sistema actual. Si la sociedad necesita un nuevo liderazgo moral, puede que tenga que buscar en otra parte” (“For goodness’ sake”, cit.).

Vaya que sí. Y, agregamos nosotros, si los explotados y oprimidos quieren imponer un nuevo contrato social, puede que en vez de esperar un “liderazgo moral” de parte de los mismos constructores y gestores del “sistema actual”, deban “buscar en otra parte”, esto es, en sus propias fuerzas, capacidades, tradiciones, luchas y organizaciones.

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