Colombia | Gobierno Petro: expectativas reformistas limitadas por un programa social-liberal

El 7 de agosto Gustavo Petro asumió la presidencia de Colombia, convirtiéndose así en el primer mandatario de “izquierda” del país cafetero.

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Su llegada a la Casa de Nariño –sede de gobierno- genera expectativas entre amplios sectores de la población, los cuales anhelan cambios profundos para romper con el pesado lastre de autoritarismo y desigualdad social legado por las élites colombianas, que, a lo largo de sus doscientos años de vida republicana, afrontaron los “impulsos reformistas” a punta de bala y asesinatos selectivos de las dirigencias sindicales, sociales y políticas.

En razón de lo anterior, surge la interrogante sobre¿qué tan reformista será la administración Petro?, ¿irá a fondo con su agenda de reformas estructurales o, por el contrario, se limitará a tímidos cambios simbólicos y capitulará a la presión de los sectores más reaccionarios de la burguesía y del imperialismo?

Con este artículo responderemos a esas interrogantes, para lo cual analizaremos el carácter social-liberal del mandato de Petro y los tres ejes de su agenda gubernamental: la “paz total”, la reconversión energética y la reforma fiscal.

  1. El marco de acción y características de los gobiernos social-liberales

Antes de profundizar en los detalles concretos, empecemos por establecer los rasgos generales que caracterizan a los actuales gobiernos “progresistas” latinoamericanos, los cuales son extensibles a Petro -aunque los complementa con atributos o formas propias- y, por ende, delimitarán los alcances de su gestión.

Como apuntamos en un artículo anterior (ver Apuntes sobre la situación en América Latina), los nuevos gobiernos “progresistas” se desenvuelven en medio de una situación internacional profundamente adversa, debido al efecto combinado de la crisis pandémica y la espiral inflacionaria mundial derivada por la guerra en Ucrania.Por ese motivo, prácticamente no tienen margen para implementar una agenda de reformas o planes asistencialistas medianamente ambiciosos y, al mismo tiempo, garantizar el enriquecimiento de la burguesía;una fórmula que ejecutaron con cierto equilibrio –al menos por unos años- sus antecesores de la primera “marea rosa”, los cuales se beneficiaron del “boom de las commodities” y la bonanza económica a inicios de siglo (Lula en Brasil y Chávez en Venezuela son ejemplos de eso).

Lo anterior, explica que, apenas instalados en el poder, esos gobiernos no tarden mucho en ceder a las presiones del capital imperialista y local para aplicar los planes de ajuste, transformándose en una variante “izquierdista” del ajuste neoliberal, al cual no se oponen por el fondo y, a lo sumo, pretenden renegociar modificando algunos puntos para “atenuar” los golpes, pero sin cuestionar las bases estructurales del capitalismo neoliberal, extractivista y semi-colonial latinoamericano. Por eso los caracterizamos como social-liberales, pues, a lo sumo, se plantean reformas de baja intensidad en los marcos de la lógica de acumulación neoliberal.

Por ejemplo, en la Argentina el gobierno de Aníbal Fernández renegoció un acuerdo con el FMI para garantizar el pago de la deuda a partir de un brutal ajuste contra la población trabajadora. Otro caso referente es el de Gabriel Boric en Chile, cuya política represiva hacia el pueblo Mapuche y las protestas estudiantiles,no dista mucho de la que aplicaron sus antecesores y, en término más generales, es claro que no pretende romper con la estructura económica y represiva heredada por el pinochetismo (un factor que incidió en la derrota del plebiscito constitucional). Por último, vale mencionar el vergonzoso caso de AMLO en México, que, en los hechos, se transformó en el puesto de avanzada de la policía migratoria del imperialismo estadounidense, sometiendo a cientos de miles de inmigrantes latinoamericanos a condiciones brutales de persecución y reclusión en campos.

  1. Petro en su laberinto…

La actual gestión de Petro hace parte de los gobierno social-liberales, lo cual se desprende al evaluar sus primeros pasos en la presidencia y, muy importante, durante la rebelión popular que estalló en el país en 2021.

Empecemos por este último caso, pues expuso con claridad sus límites reformistas; ante el mayor evento de la lucha de clases en Colombia de las últimas décadas, Petro tardó semanas en sumarse a las movilizaciones y, cuando lo hizo, insistió en su llamado a la negociación para desviar el malestar social hacia la vía institucional, es decir, las mesas de diálogo con el gobierno de Duque y garantizar la normalidad del calendario electoral donde apostaba resultar electo. Así, Petro constituyó una pieza importante en el operativo de contención de la rebelión popular (aunque la principal responsabilidad le correspondió a la burocracia sindical traidora de la CUT), la cual puso contra las cuerdas al gobierno de Duque y planteó la posibilidad de sacarlo por la izquierda del poder, algo que hubiera herido de muerte al uribismo, la facción más reaccionaria de la derecha colombiana.

Con ese accionar, Petro demostró que, su “radio de acción” política, se circunscribe al ámbito institucional del Estado burgués; pero también condicionó su gobierno al dejar con vida al maltrecho uribismo, el cual ahora trata de reinstalarse como el interlocutor de la oposición de derecha, un puesto vacante tras su fracaso electoral y el ascenso de la candidatura populista reaccionaria de Rodolfo Hernández. Muestra de eso fueron las protestas del pasado 26 de setiembre, las cuales se llevaron a cabo en las principales ciudades del país y reunieron a miles de personas; algunos medios internacionales titularon la jornada como la “marcha del No a todo”, debido al amplio abanico de reivindicaciones que se expresaron, tal como reflejó un cartel con las consignas “No a las reformas de Salud, agraria, pensión, tributaria. No al alza de la gasolina, respeto a la propiedad privada. Y cambie sus ministros”.

A pesar del carácter difuso de las exigencias, no quedó duda del carácter reaccionario de la movilización y su vinculación con sectores del Centro Democrático –partido del uribismo-, como reflejó la participación de los congresistas Miguel Uribe Turbay, Paloma Valencia y Fernanda Cabal. Debido a la presión política de las movilizaciones, Petro gestionó una nueva reunión con Uribe para concertar acuerdos de gobernabilidad, legitimándolo como interlocutor principal de la oposición burguesa, algo que le sienta bien al otrora “capo” indiscutible de la derecha cafetera en su afán de reposicionarse como eje de la reacción.[1]

Por otra parte, el gobierno cerró acuerdos en el congreso con un amplio arco de partidos burgueses y centristas, como el Partido Liberal -histórico de la burguesía, vinculado al ex presidente César Gaviria- y la Alianza Verde, a los cuales cedió la presidencia de importantes comisiones parlamentarias; asimismo, logró el apoyo de Comunes (ex FARC), Cambio Radical (más afín al uribismo, pero que se alió a Petro tras un acuerdo entre cúpulas) y La U (partido que se vende al mejor postor, por lo cual fue aliado del uribismo, luego pasó al santismo y, en un nuevo giro, ahora se sumó al petrismo). De esta manera, solamente el Centro Democrático es el único partido de oposición a Petro, lo cual garantiza al gobierno una mayoría parlamentaria, pues cuenta con el respaldo de 63 de 108 senadores, y 106 de 188 representantes en la Cámara.

Así las cosas, pareciera que Petro tiene vía libre para avanzar con su agenda de reformas. Pero la política no se limita aun ejercicio de suma y resta parlamentaria, por el contrario, involucra fuerzas sociales con intereses antagónicos y, en consecuencia, la lucha de clases suele imponerse a las reglas de la aritmética.

Para explicarnos mejor, veamos el proceder del gobierno ante la primera protesta que lo cuestionó por la izquierda, la cual aconteció el pasado 19 de octubre en Bogotá y fue protagonizada por cientos de indígenas del pueblo “Embera Chamí”, los cuales fueron desplazados de sus tierras ancestrales por grupos militares irregulares. Ante esa situación, desde hace más de un año se refugiaron en la capital, donde las autoridades los instalaron en las “Unidades de Protección Integral” (UPI), pero bajo condiciones de hacinamiento insalubres; hay casos de habitaciones de 5×5 metros donde duermen más de treinta personas–en su mayoría niños- y, como era predecible, eso generó problemas de salud, incluido un brote de tuberculosis.

Ante la crisis sanitaria y la falta de respuesta de las autoridades, los indígenas optaron por protestar para expresar su malestar y exigir soluciones prontas, pero, a diferencia de la marcha de la derecha, sufrió los embates represivos de la policía antimotines, desatando una batalla campal en las calles de Bogotá con varias decenas de heridos. El gobierno, en palabras del ministro de Defensa Iván Velásquez, denunció la “agresión” a la policía por parte de los indígenas y, sin muestra de titubeos, señaló que los “agresores deben ser judicializados y sancionados”. Lo paradójico del caso, es que ese mismo día en horas de la mañana, el oficialismo intentó aprobar el proyecto de ley de Orden Público, dentro de la cual se incluye un artículo para indultar a las personas detenidas por ser parte de la “Primera Línea” durante la rebelión popular de 2021; claramente, el proyecto no fue aprobado y, peor aún, la oposición de derecha no dejó escapar la ocasión para denunciar la contradicción del gobierno, pues, al mismo tiempo que quiere indultar a un grupo de detenidos en protestas, defendía criminalizar a otro.[2]

Aunque es un episodio muy puntual, también es ilustrativo de las contradicciones que atraviesan a la gestión de Petro y los acuerdos que construyó con sectores de la oposición burguesa; primero, porque denota la continuidad del aparato represivo y su activación sistemática contra las movilizaciones que cuestionan el accionar del Estado burgués, lo cual no varía independientemente del signo político del gobierno de turno; segundo, porque la mayoría parlamentaria en torno al gobierno “hizo aguas” cuando se colocó en cuestión los atributos represivos del Estado burgués ante las movilizaciones sociales.

Lo anterior, denota las enormes contradicciones que se vislumbran en la administración de Petro, la cual va oscilar entre los “impulsos reformistas” del programa de Pacto Histórico y el pragmatismo derivado de las inercias conservadoras del Estado burgués, dentro de cuya institucionalidad resulta muy complejo operar cambios profundos y, por ende, se imponen los intereses generales de la burguesía, aunque el “personal político” al frente del Ejecutivo no provenga directamente de su seno.

  1. La acotada “paz total” de Petro

Uno de los ejes del gobierno es alcanzar la“paz total”, para lo cual se propone desactivar al conjunto de grupo militares irregulares –guerrillas, paramilitares y crimen organizado- que controlan amplias zonas del territorio colombiano. Es un objetivo ambicioso que excede al proyecto de paz de la administración de Juan Manuel Santos, cuya negociación priorizó la desmovilización de las FARC, la principal guerrilla hasta ese momento y referente internacional del conflicto armado.

Para lograr eso, Petro tiene claro que, además de negociar aspectos políticos y judiciales formales (reinserción de guerrilleros y paramilitares, indultos y aplicación de la justicia reparadora, etc.), será necesario implementar reformas para democratizar la estructura económica del país y, así, alcanzar una “paz con justicia social” (el plan de reformas las abordaremos en el próximo acápite).

Pero la realidad es mucho más compleja, particularmente en una sociedad que arrastra décadas de lucha armada, un factor de enorme peso en la configuración de una cultura política en la cual se naturaliza la violencia y el estado de guerra en amplias zonas del país.

Los datos dan cuenta de eso. Producto del conflicto armado se contabilizan 800 mil personas muertas hasta la fecha y, aunado a eso, desencadenó una diáspora que se extiende a través de dos o tres generaciones, la cual comprende a ocho millones de personas desplazadas y otro millón de exiliadas en 24 países.Para agravar el cuadro, entre 2016 y 2022, se produjeron 1341 agresiones contra dirigencias sociales, 329 masacres y 337 ataques contra firmantes de los Acuerdos de Paz; además, durante ese mismo período de tiempo, aumentó significativamente el gasto militar, y, para 2021, subió un 4,7 % – ¡equivalente a 10,2 billones de dólares! -, convirtiéndose en el segundo más alto del subcontinente (solamente superado por Brasil).

En este marco, las perspectivas para alcanzar la “paz total” son muy adversas, pues no hay ninguna garantía de que el Estado y la burguesía colombiana cumplan con un eventual acuerdo de paz, tal como aconteció durante el gobierno de Duque. A sabiendas de esto, recientemente el gobierno impulsó la aprobación de la Ley 181, en la cual se colocó la“paz total” como un eje prioritario y transversal del Estado y sus instituciones, por lo cual futuras administraciones no podrán desconocer los acuerdos de paz firmados previamente; una salvaguarda legal cuya efectividad queda en entredicho en un país caracterizado por la impunidad y violación sistemáticas de los derechos humanos por parte de sus élites gobernantes.

También, la ley introdujo la figura del sometimiento –común en el derecho estadounidense-, con la cual se intercambian beneficios judiciales a cambio de información y, además, estableció dos planos de negociación, a saber, las tradicionales que se llevarán a cabo con “grupos armados organizados al margen de la ley” (categoría donde entra el ELN) y los denominados “acercamientos” con “estructuras armadas de crimen de alto impacto” , dirigida para el crimen organizado y grupos articulados en torno a las economías ilegales, como el narcotráfico y la minería ilegal (en este caso la principal organización es el “Clan del Golfo”).

Por todo lo anterior, el éxito de la paz total depende completamente de la negociación y desarme de la guerrilla del Ejército de Liberación Nacional (ELN) y el grupo narco-paramilitar Clan del Golfo, pero también debe incorporar una serie de grupos armados irregulares dedicados al narcotráfico conformados por ex paramilitares y ex guerrilleros de las FARC (antes enemigos, ahora socios del crimen organizado). Un arco demasiando amplio de organizaciones con diferentes bases sociales y afincamientos territoriales, lo cual complejiza en exceso cumplir con el objetivo.

En el caso del ELN, esta guerrilla cuenta con un largo historial de negociaciones fallidas desde los años ochenta; incluso se sumaron a las mesas de diálogo con el ex presidente Juan Manuel Santos, pero nuevamente no suscribieron ningún acuerdo. Ante el llamado de Petro se mostraron dispuestas a retomar las negociaciones en el punto en que quedaron con el gobierno de Santos, pero insisten en que no van a ceder por nada; además, sostienen que no son unas “mini-FARC” y exigen un acuerdo diseñado según su programa histórico de lucha, particularmente una reforma constitucional con cambios radicales en cuanto a la tenencia de la tierra.

Los especialistas en el ELN sostienen que la guerrilla se fortaleció en los últimos años con la inclusión de miembros desmovilizados de carteles criminales, pasando de tres a cinco mil integrantes. Eso marca un punto de diferencia con relación a las FARC, las cuales llegaron debilitadas -militar y políticamente- a la mesa de negociaciones, mientras que, para el ELN, la situación es diferente, pues tiene la posibilidad de suscribir un acuerdo, pero también de mantenerse en armas. Junto con esto, la guerrilla no tiene como horizonte convertirse en partido político ni la “reinserción” de sus integrantes, al menos en los términos que negoció las FARC para sus ex integrantes, los cuales terminaron en trabajos precarizados y tratados como “ciudadanos de segunda clase” (eso motivó que muchos retornaran a las montañas y se integraran al ELN o al crimen organizado).

En cuanto a los grupos criminales, la tarea no es más sencilla. La principal organización es el Clan del Golfo, que, según estimaciones de inteligencia, cuenta con 1.200 efectivos altamente armados, constituyendo una fuerza con bastante capacidad de fuego. Pero no monopolizan el crimen organizado, pues en los últimos años surgieron muchos grupos ilegales mixtos, integrados por ex paramilitares, delincuentes comunes e inclusive ex militares y ex guerrilleros, los cuales luchan contra el Clan y el ELN por el control de territorios.

Producto de esa amplia gama de actores en el conflicto militar, los ceses al fuego concretados entre el gobierno, el ELN y otros grupos armados criminales son de corto alcance, pues sólo aplican para suspender los combates entre esas fuerzas con el Ejército, pero prosiguen las disputas sangrientas entre esas organizaciones por el control de zonas de cultivo y trasiego de drogas.

  1. Los impulsos reformistas de Petro

A pesar de los límites sociales-liberales, el gobierno de Petro también apuesta por implementar una serie de reformas estructurales ambiciosas. Esto se explica por varios motivos; en primer lugar, para contrarrestar los rasgos reaccionarios que, durante décadas, configuraron la sociedad colombiana y propiciaron el estallido de la rebelión que sacudió el país en 2021; en segundo lugar, porque la base social del gobierno son los sectores y movimiento sociales que protagonizaron la rebelión, los cuales anhelan –y presionan- por soluciones prontas de sus reivindicaciones.

Debido a eso, el gobierno de Petro está cruzado por dos tensiones contrapuestas, pues, a la vez que es un subproducto de la rebelión popular, también expresa un mecanismo de reabsorción del malestar social por la vía institucional, cuyo único horizonte es pactar los cambios sociales en los marcos del Estado burgués. Esa tensión entre los impulsos de cambio-moderado en el caso de Petro y el Pacto Histórico- y la continuidad del sistema, son recurrentes en los gobiernos social-liberales y, hasta el momento, el balance es muy claro en que, a mediano plazo, se imponen las inercias conservadoras del establishment burgués (el caso de Boric en Chile es el más reciente y escandaloso ejemplo de esto).

El plan de reformas estructurales de Petro para alcanzar la “paz total”incluye una propuesta de reforma agraria, una reforma tributaria y otras reformas puntuales. A continuación, analizaremos algunas de sus propuestas.

  • Una reforma agraria de baja intensidad

Uno de los principales objetivos del gobierno consiste en “rediseñar el mapa de la tierra” mediante una reforma agraria, una tarea democrática inconclusa que explica la alta conflictividad en el campo colombiano.[3]Así, de acuerdo a Petro, se lograría una paz con justicia social.

Pero ¿qué tan radical o profunda es el proyecto de reforma agraria del gobierno? Para darnos una idea, es conveniente compararla con otros intentos de reforma en esa materia. Por ejemplo, la que se implementó en los años sesenta redistribuyó tan solo dos millones de hectáreas entre el campesinado; una cantidad insignificante que no modificó sustancialmente la concentración de la tierra.

Su fracaso fue producto del “Pacto del Chicoral”, suscrito en 1972 por el entonces presidente Misael Pastrana, gran parte de los congresistas y los terratenientes, a partir del cual frenaron los proyectos de redistribución de la tierra y, peor aún, dieron rienda suelta a la violencia contra el campesinado, cuyo saldo hasta el 2018 fue 251.988 campesinos asesinados y más de siete millones de personas desplazadas forzosamente de sus tierras. Debido a eso, la posesión de la tierra en Colombia está altamente concentrada; de acuerdo a la ONG Oxfam, el 1% de la población es dueña del 81% del territorio.

Más recientemente, con los acuerdos de paz suscritos en La Habana, el gobierno de Santos se comprometió a redistribuir 3 millones de hectáreas, una cifra que supera en un 50% a la reforma de los sesenta, pero que, dada la enorme concentración de la tierra en el país, no resuelve el problema de fondo. Aunado a esto, también aceptó resolver la crisis en torno a la tenencia de tierras, una reivindicación fundamental del campesinado debido a la apropiación violenta o fraudulenta de entre 7 y 10 millones de hectáreas a manos de los grandes terratenientes, los cuales utilizan a los grupos paramilitares para forzar a las familias campesinas e indígenas a abandonar sus tierras, las cuales luego son incorporadas como parte de sus haciendas.

Como era de esperar, esos acuerdos avanzaron de forma lenta, tanto por el sabotaje consciente por parte de la administración Duque, así como por las dificultades de revertir los “derechos” de propiedad de los grandes terratenientes. Según los datos recopilados, a la fecha se distribuyó un millón doscientas mil hectáreas y se formalizó la tenencia de otras 700 mil; más grave aún, es que no se avanzó con la actualización del “catastro multipropósito”, algo fundamental, pues un 28% del territorio es un “agujero negro” del cual no se tiene la menor idea sobre la propiedad de las tierras, mientras que otro 68% está totalmente desactualizado (¡eso suma un 96% del territorio!), un “detalle” técnico que facilita la apropiación ilegal de tierras por parte de los terratenientes.

Visto lo anterior, pasemos a analizar el proyecto de reforma de Petro. Recientemente, el gobierno anunció la compra de tres millones de hectáreas a la Federación Colombiana de Ganaderos (FEDEGÁN), la cual se va efectivizar a un ritmo de medio millón por año. Aunado a eso, anunció la titulación de 700 mil hectáreas a ser repartidas entre 12 mil campesinos.

Este acuerdo fue presentado por las partes como un hecho histórico que, a su parecer, confirma que es posible la conciliación de intereses entre los grandes propietarios de la tierra y las exigencias campesinas; por ejemplo, Petro expresó que “el pacto social y la paz son posibles”, mientras que José Félix Lafaurie -gerente de FEDEGÁN- se mostró muy complacido por la venta de tierras y señaló que el “Gobierno podría hacerla sin nosotros o, inclusive, contra nosotros, pero ha decidido hacerla con nosotros, y esa inclusión tiene una importancia que ahora mismo no alcanzamos a medir”. Contemplando que, entre siete y diez millones de hectáreas fueron apropiadas violentamente por los terratenientes, es razonable la felicidad de uno de sus representantes, pues, ante el temor deque muchos de sus agremiados fuesen“expropiados” en caso de que se realizara el catastro multipropósito y se comprobara que no tienen derecho de tenencia sobre “sus” tierras, la formalización de la venta de tierras al gobierno es un negocio redondo.

Por otra parte, el éxito de la reforma agraria no pasa por la simple repartición de tierras, pues también precisa de políticas focalizadas en las especificidades territoriales y relocalización de comunidades enteras, particularmente para hacerle frente al histórico problema del narcotráfico. Este es el criterio del sociólogo y abogado Alejandro Reyes, que, tras décadas de investigación sobre el tema agrario, sostiene que “Colombia tiene a la población en el lugar equivocado”, producto de un modelo de acumulación del capital por medio de la concentración de las tierras más fértiles en manos de una pequeña capa de la población, la cual obtiene enormes dividendos a partir de la ganadería extensiva y la rentas por la valoración de las tierras. Eso, a su vez, propició la extensión de la frontera agrícola en los años setenta hacia la zona selvática del Pacífico y el Amazonas, así como a las zonas altas y laderas montañosas; territorios que, desde el punto de vista ecológico, resultaban poco aptos para la agricultura, y, por lo cual, colocó en duda la existencia de las colonias agrícolas (y, por ende, la vida de las familias campesinas).

En este contexto apareció el narcotráfico, el cual garantizó a dichas comunidades un producto de subsistencia rentable y con demanda permanente, cuyo mercado ilegal estaba –y todavía continúa- regulado por los carteles de la droga y, posteriormente, las guerrillas. Esto propició que el Estado perdiera el control sobre la mitad del territorio, creándose zonas donde el narcotráfico se erigió como la autoridad, instaló formas de autoridad sustentadas en el control militar y se “normalizaron” las disputas sangrientas por las zonas de cultivo.

Lo anterior, ilustra la complejidad del problema agrario en Colombia, pues combina la existencia de una fuerte capa de terratenientes que acaparan la mayoría de tierras fértiles (aunque no las cultivan), con la expulsión de millones de familias campesinas hacia zonas no aptas para la agricultura, que, con el pasar de los años, se transformaron en la “base social” de los carteles de drogas. Eso explica el fracaso de la “guerra contra las drogas” auspiciada por los Estados Unidos y los gobiernos de turno, pues las medidas punitivas y la represión a gran escala sólo hizo más sangriento el negocio ilícito de drogas, pero ni siquiera logró reducirlo –Colombia aún es el principal productor mundial de cocaína- porque el cultivo de coca es la fuente de vida de millones de personas en el campo colombiano.

Aunque Petro promueve un enfoque alternativo por medio de la despenalización del consumo de drogas y se opone a la fumigación de las selvas por sus daños ambientales, su programa no vincula la lucha contra el narcotráfico con la reforma agraria radical, para lo cual precisaría tomar medidas anticapitalistas, es decir, desarticular el modelo de acumulación de los terratenientes, reubicar a millones de personas de zonas en zonas para la agricultura y, así, minar la base social de los carteles de la droga. Eso es imposible de realizar en los marcos de la “paz social” que promueve el gobierno, por la cual supone que las reformas de fondo se pueden realizar de la mano con los grandes empresarios y terratenientes.

  • Reforma tributaria

Recientemente, el gobierno obtuvo una victoria política al aprobar la reforma tributaria, la cual solamente tuvo la oposición del Centro Democrático. Es un dato importante, pues da cuentas de que está a la ofensiva en cuanto a su agenda de proyectos; además, no se puede olvidar que la rebelión de 2021 estalló en repudio a una reforma tributaria profundamente regresiva del gobierno de Duque. En ese sentido, pareciera que Petro cuenta –por ahora- con margen para avanzar con sus planes de reformas.

Contar con nuevos recursos es vital para Petro, pues precisa de fuentes para atender la crisis social y económica que atraviesa el país (¡el segundo más desigual del subcontinente!), así como para concretar su plan de transición ecológica y reformas estructurales a los sistemas de salud y educación pública, entre otras propuestas.

¿Cuál es el contenido de la reforma aprobada? Durante las elecciones, Petro propuso una reforma con la finalidad de recaudar 50 billones de pesos –alrededor de US$10.000 millones-, pero la que aprobó ingresará poco menos de la mitad –unos 20 billones de pesos, equivalente a un 1,2% del PIB-, debido a los profundos cambios que introdujo debido a la oposición de otras bancadas parlamentarias. Eso ya es un elemento de balance para anotar, pues Petro dejó en claro –nuevamente- que no está dispuesto a poner un pie por fuera de los estrechos márgenes de la institucionalidad burguesa, que, para este caso concreto, implicó ceder ante las presiones de sectores burgueses, además de renunciar a convocar al movimiento de masas a movilizarse para apoyar su propuesta original.

A pesar de eso, la reforma contiene trazos progresivos, algo comprensible porque todavía está fresco en la memoria de los políticos burgueses –¡y de los sectores populares también! – las protestas del año anterior, ante lo cual se tornaba muy arriesgado no aprobar algunos impuestos progresivos, aunque fuesen limitados. Entre los más significativos se contemplan los tributos que deberán pagar las empresas de la industria extractivista, algo en sintonía con la “agenda verde” de Petro: las petroleras pagarán entre un 35 y 60% sobre sus rentas según los precios internacionales del crudo, mientras que las que extraen carbón pagarán entre un 35% y 45%. Asimismo, se tasó a las zonas francas con un tributo del 20% sobre el valor que exporten y un aumento en las cargas tributarias sobre las entidades financieras.

Pero la reforma también introdujo impuestos regresivos, aunque bajo el maquillaje progresista. Por ejemplo, el gobierno pretendió tasar toda la comida chatarra y otros productos alimenticios -como el pan y la leche-, pero tuvo que retroceder parcialmente por la oposición de las bancadas de derecha, que, con alguna razón, cuestionaron que eso implicaría un aumento en el costo de vida para los sectores populares. Al final se aprobó un impuesto sobre las bebidas azucaradas y, aunque eso se presente como algo en pro de la salud pública, en realidad no da cuentas del problema real, es decir, que amplios sectores consumen esos alimentos de baja calidad nutricional por su bajo precio ante la falta de recursos económicos, algo que no se soluciona con impuestos sobre la comida chatarra, sino garantizando mejores salarios y pleno empleo, entre otras medidas. Otro aspecto regresivo fue la supresión del impuesto sobre las actividades lucrativas de la iglesia y otros establecimientos de culto.

  • Otras reformas prometidas

Por último, puntualicemos algunas de las promesas de reformas planteadas por Petro durante la campaña, de las cuales todavía no hay mucha certeza sobre cómo va a proceder.  Quizás la más controversial sea la de reconversión energética, cuyo objetivo es reducir significativamente la dependencia del país de los combustibles fósiles; una propuesta atractiva, pero difícil de materializar debido al peso de la industria extractivista en la economía del país, pues el petróleo es el principal producto de exportación y la minería de carbón ocupa un lugar destacado. Hasta el momento, además de los impuestos mencionados previamente, las únicas medidas concretas del nuevo gobierno son la prohibición del fracking y la minería a cielo abierto, así como la suspensión de nuevas exploraciones de hidrocarburos.

Otras promesas son la reforma del trabajo, de la cual no se tiene claridad del contenido; también figura la intención de reestructurar el sistema de pensiones para garantizar una pensión de medio salario mínimo a las personas mayores de 65 años (alrededor de 110 dólares). Por último, el gobierno pretende implementar cambios en el sistema de salud con la reforma de las EPS (Entidades Prestadoras de Salud), las cuales constituyen la base del sistema de salud, pero mayoritariamente son privadas.

  1. Conclusión

Como apuntamos previamente, el gobierno de Petro oscila entre los “impulsos reformistas” del programa de Pacto Histórico y el pragmatismo derivado de las inercias conservadoras de la institucionalidad democrático-burguesa. El inicio de su gestión se vio favorecido por el cambio en la correlación de fuerzas políticas que impuso la rebelión popular de 2021, ante la cual los sectores de la burguesía colombiana tuvieron que realizar importantes concesiones, particularmente tras la desarticulación del “uribismo” como eje incuestionable de la derecha reaccionaria.

Así, la combinación de un ascenso del movimiento de masas y la desorientación de la derecha, favorece las condiciones para que Petro cierre acuerdos por arriba con sectores moderados de la burguesía, como se reflejó en la construcción de la mayoría parlamentaria y la aprobación de la reforma tributaria (recortada, pero con trazos progresivos). Pero esos avances institucionales mínimos tienen por objetivo reabsorber la vitalidad de la rebelión y, a partir de eso, revertir la correlación de fuerzas y reposicionar la agenda burguesa.

En ese sentido, el proyecto reformista de Petro tiene un límite fundamental, a saber, el “cretinismo institucional” propio de los gobiernos social-liberales que, aunque no escatiman en promesas de cambios, no tardan en adaptarse a los marcos del Estado burgués y, por ende, someterse a los intereses generales de la burguesía.

Para no repetir eso, Petro tendría que apoyarse en la movilización social para avanzar hacia medidas radicales y anticapitalistas, tales como el no pago de la deuda, ruptura con el FMI, una reforma agraria radical contra los grandes terratenientes y latifundistas, entre otras medidas. Pero su llamado a la “paz social” con la burguesía deja en claro que no apuesta –ni lo hará- por ese camino.

Ante eso, es indispensable que las organizaciones sindicales, estudiantiles, campesinas y populares, así como los partidos de izquierda revolucionaria, se posicionen de forma independiente del gobierno y no abandonen las calles para exigir sus reivindicaciones, aunque sin dejar de delimitarse de la oposición reaccionaria del uribismo.

 

Fuentes consultadas

 

[1]Debido a los retrocesos electorales del uribismo y el ascenso de la candidatura de Hernández en las pasadas elecciones, hay una creciente pugna por el liderazgo del Centro Democrático, en particular sobre qué tipo de oposición desarrollar ante Petro. Mientras Uribe y un sector de congresistas apuntan a una oposición “moderada” y abriendo canales de diálogo con el gobierno (posiblemente para negociar algún tipo de protección a Uribe ante sus procesos judiciales), otra fracción apunta a una postura más radical que retoma banderas de la ultraderecha brasileira, tal como expresó la congresista Fernanda Cabal, la cual asocia a Petro a la dictadura de Ortega, defiende abiertamente teorías conspirativas –asociando el “Acuerdo de Escazú” con George Soros- y criticó a Uribe por reunirse con el presidente.

[2] Se estima que 228 personas están bajo proceso penal por participar en las protestas, de las cuales 113 están en prisión o arresto domiciliario como medida cautelar. En este sentido, el caso colombiano es muy similar al chileno, donde los gobiernos “progresistas” tienen enormes problemas para indultar a los detenidos en las rebeliones, algo que desata la furia de los partidos burgueses y el conjunto del establishment político, pues coloca en cuestión los atributos represivos del Estado burgués ante los estallidos sociales.

[3] Otro factor que incrementó la violencia fue el giro en el abordaje del narcotráfico por parte del imperialismo norteamericano desde los años ochenta, cuando lo asumió como un “problema de seguridad”, lo cual faculto para que los organismos de inteligencia estadounidenses desarrollaran tácticas que exigían “un esfuerzo coercitivo sangriento, costoso y prolongado” para derrotar a los carteles. El fracaso de esa política es indudable, pero sus secuelas sangrientas se extienden hasta la fecha.

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