La Tregua de Navidad de 1914 y la Primera Guerra Mundial

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  • Una fría noche de 1914, el sonido de las bombas, las ametralladoras y los gritos de agonía se convirtió en silencio. Entre el barro y la nieve de las trincheras, comenzaron a sonar villancicos.

Federico Dertaube

La guerra había comenzado en Europa con una borrachera de orgullo y entusiasmo por la «defensa de la patria» que arrastró hasta a las organizaciones de la vieja socialdemocracia, que hasta el día anterior habían rechazado la brutalidad imperialista que llevaría a la culminación de la masacre.

Hacía muchos años se sabía que el viejo continente se preparaba para esa inmensa tragedia, para la lucha fratricida que se convertiría en la mayor masacre conocida por la humanidad hasta el momento.

Con la clarividencia propia de los fundadores del socialismo científico, con la agudeza de quien mira la realidad frente a frente sin adornos, dijo Engels en 1891 (nada menos que 23 años de la guerra):

«¿Acaso la anexión de las provincias francesas no ha echado a Francia en brazos de Rusia? ¿Acaso Bismarck no ha implorado en vano durante veinte años los favores del zar, y con servicios aún más bajos que aquellos con que la pequeña Prusia, cuando todavía no era la «primera potencia de Europa», solía postrarse a los pies de la santa Rusia? ¿Y acaso no pende constantemente sobre nuestras cabezas la espada de Damocles de otra guerra, que, al empezar, convertirá en humo de pajas todas las alianzas de los soberanos selladas por los protocolos, una guerra en la que lo única cierto es la absoluta incertidumbre de sus consecuencias; una guerra de razas que entregará a toda Europa a la obra devastadora de quince o veinte millones de hombres armados, y que si no ha comenzado ya a hacer estragos es simplemente porque hasta la más fuerte entre las grandes potencias militares tiembla ante la completa imposibilidad de prever su resultado final?»

Todas las grandes potencias se venían preparando conscientemente para la guerra. Inglaterra quería conservar su posición en el mercado mundial y sus colonias, que constituían el imperio más grande de la historia, a pesar de que ese lugar ya no se correspondía con su superioridad económica respecto al resto de Europa. Exactamente del otro lado, Alemania se había unificado y transformado en la potencia industrial más dinámica del momento; pero había llegado demasiado tarde al reparto del mundo. Todas las demás potencias tenían intereses creados suficientes para ubicarse como aliados de una u otra de las grandes fuerzas en pugna.

«La guerra europea, preparada durante decenios por los gobiernos y los partidos burgueses de todos los países, se ha desencadenado. El aumento de los armamentos, la exacerbación extrema de la lucha por los mercados en la época de la novísima fase, la fase imperialista, de desarrollo del capitalismo en los países avanzados y los intereses dinásticos de las monarquías mas atrasadas, las de Europa Oriental, debían conducir inevitablemente y han conducido a esta guerra. Anexionar tierras y sojuzgar naciones extranjeras, arruinar a la nación competidora, saquear sus riquezas, desviar la atención de las masas trabajadoras de las crisis políticas internas de Rusia, Alemania, Inglaterra y demás países, desunir y embaucar a los obreros con la propaganda nacionalista y exterminar su vanguardia a fin de debilitar el movimiento revolucionario del proletariado: he ahí el único contenido real, el significado y el sentido de la guerra presente.» (Lenin, La Guerra y la socialdemocracia de Rusia)

Finalmente, el polvorín acumulado por Europa durante cuatro décadas estalló. El asesinato del Archiduque Francisco Fernando en Sarajevo fue la excusa y el detonante. A lo largo de los días siguientes, una ola de declaraciones de guerra dejó extenuadas a todas las embajadas, probablemente nunca habían tenido tanto trabajo para hacer.

Décadas de progreso capitalista ininterrumpido había borrado de millones de memorias los recuerdos de la incertidumbre de la existencia, de las revoluciones y las catástrofes. Las amplias masas populares creían sinceramente que se iba a tratar de una guerra rápida, en el que el triunfo casi sin sacrificios estaba prácticamente asegurado. Luego se podría volver rápidamente a los años anteriores, de crecimiento y prosperidad sostenidas. Con esa perspectiva es que las viejas direcciones socialistas echaron al barro sus principios, tratando de sostener las bases de su existencia y su estabilidad, con sus bien ganados sueldos de funcionarios.

El mentís de esa ingenuidad sería una muy dura experiencia. Los primeros meses de guerra fueron más «clásicos», con los ejércitos moviéndose hacia territorio enemigo esperando una rápida conquista. Pero la potencia de los cañones y las ametralladoras hacían de cada movimiento una sangría, cada paso de soldado una masacre, cada intento de conquista en un duro retroceso, con miles y miles de víctimas dejadas en el camino. No, esa guerra no se iba a terminar tan rápida ni fácilmente.

Así comenzó la guerra de trincheras. Los inmensos pozos de tierra, nieve y mugre que se convertirían en fronteras físicas entre los estados, fueron cavados por los hijos de Europa para convertirse en su hogar y sus tumbas por cuatro largos años. En el medio, la «tierra de nadie», miles y miles de kilómetros de suelo arrasado, de alambres de púas que separaban a los dos bandos que cotidianamente se masacraban entre sí para conquistar metros o centímetros de territorio enemigo.

La cruel realidad de la guerra era ya clara para sus víctimas, esos millones de seres humanos condenados a morir entre el horror por sus gobiernos, que les decían que el enemigo estaba del otro lado de las fronteras.

Pero el 24 de diciembre de 1914, el estruendo de los cañones y el silbido de las balas se había detenido. Apenas hacía unos días se había perpetrado una masacre inmensa que había dejado un tendal de cadáveres difícil de contar, ni hablar de enterrar apropiadamente. Pero no ese día, ese día las armas parecían no tener quien las empuñe.

La Navidad era una tradición largamente apreciada por millones. Había perdido casi su contenido religioso para convertirse en lo que es hoy, una fiesta popular en la que se intentaba recordar lo mejor que podía dar una persona entre sus pares. El protagonismo no lo tenían las misas y las iglesias sino los hogares populares, los barrios, el festejo de un merecido y respetado descanso y el disfrute de una tradición alegremente llevada por muchas generaciones, lejos del lúgubre clima de culpa y superstición clerical.

«A última hora de la tarde los alemanes se volvieron divertidísimos, cantando y gritándonos. Dijeron en inglés que, si no disparábamos, ellos tampoco lo harían. Encendieron fuegos fuera de su trinchera, se sentaron alrededor y empezaron un concierto» contaba en una carta el sargento británico Bernard Brooks.

A tientas, sabiendo que corrían riesgo de muerte segura, algunos soldados se atrevieron a levantar sus cabezas por encima de las trincheras, caminaron vacilantes, lentamente, con temor por la «tierra de nadie». Poniendo en riesgo sus vidas, querían acercarse a sus supuestos enemigos, festejar con ellos. Esos primeros valientes fueron encontrándose con sus pares del otro lado de la trinchera, luego fueron seguidos por cientos de los suyos y luego miles.

Se calcula que al menos cien mil soldados participaron de la «tregua de Navidad» del año 1914. Alemanes, franceses, ingleses se mezclaron de a miles para intercambiar objetos, brindar, charlar e incluso jugar al fútbol. El alemán Johannes Niemman cuenta que en un momento alguien apareció con una pelota:

«Ellos hicieron su portería con uso sombreros extraños, mientras que nosotros hicimos lo mismo. No era sencillo jugar en un lugar congelado, pero eso o nos detuvo. Mantuvimos las reglas del juego a pesar de que el partido sólo duró una hora y no había árbitro».

Los relatos de los soldados son emocionantes. Imaginarse a esos miles y miles de individuos, de hijos de la clase trabajadora europea, hundidos en la masacre y atreviéndose pasar por arriba de los jefes de sus vidas y sus muertes para confraternizar con sus supuestos enemigos, no puede no inducir una lágrima. Esas personas con sus historias, sus pasados, sus afectos y sus deseos de un futuro estaban escribiendo una página de la historia que no debería ser olvidada.

Un joven inglés de 19 años contaba en una carta a su madre:

«A mi lado hay un fuego de coque, enfrente de mi un ‘refugio’ (mojado) con paja dentro. El suelo está descuidado en la zanja real, pero congelado en otros lugares.En mi boca hay una pipa presentada por la Princesa María. En la pipa hay tabaco. Por supuesto, dices. Pero espera. En la pipa hay tabaco alemán. Jaja, dices, de un preso o encontrado en una trinchera capturada. ¡Dios mío, no! De un soldado alemán. Si, un soldado alemán vivo de su propia trinchera. Ayer, los británicos y los alemanes se reunieron y se dieron la mano en el suelo entre las trincheras, intercambiaron recuerdos y se dieron la mano. Si, todo el día de Navidad, y mientras escribo. Maravilloso, ¿no?»

El capitán inglés Rober Miles contaba también su experiencia:

«Estamos teniendo el día de Navidad más extraordinario que se pueda imaginar. Existe una especie de tregua desordenada y absolutamente desautorizada, pero perfectamente comprendida y observada escrupulosamente entre nosotros y nuestros amigos de enfrente. Lo curioso es que solo parece existir en esta parte de la línea de batalla. a nuestra derecha e izquierda todos podemos escucharlos disparar con tanta alegría como siempre. La cosa empezó anoche, una noche fría, con escarcha blanca, poco después del anochecer cuando los alemanes empezaron a gritarnos «Feliz Navidad, ingleses». Por supuesto, nuestros compañeros respondieron a gritos y en ese momento un gran número de ambos bandos habían abandonado sus trincheras, desarmados, y se habían reunido en la discutible y acribillada Tierra de Nadie. Aquí se llegó a un acuerdo, todos por su cuenta, de que no deberíamos dispararnos hasta pasada la medianoche de esta noche. Todos los hombres estaban fraternizando en el medio (naturalmente, no les permitimos acercarse demasiado a nuestra linea) e intercambiaban cigarros. No se disparó ni un solo tiro en toda la noche.»

Luego de años de proclamar que su objetivo era combatir a muerte la guerra por el reparto del mundo, los jefes oficiales del socialismo habían traicionado sus principios para convertirse en agentes y cómplices de su «patria», su clase capitalista, su imperialismo. Esperaban así volver rápidamente a sus rutinas de oficinistas cómodos, del capitalismo sin crisis ni convulsiones, de la época histórica pasada en la que las revoluciones fueran una cosa del pasado distante, bárbaro.

Con amargura, Lenin dijo por esos años que los internacionalistas de todo el continente, los que no habían traicionado sus principios y rechazaban la guerra por el reparto del mundo, apenas si cabían en un vagón de tren. Pero ese día, cientos de miles le dieron al mundo un ejemplo de internacionalismo casi instintivo que sería el primer movimiento hacia el rechazo revolucionario a la guerra imperialista.

Los capitalistas, los jefes del imperialismo, los amos de la guerra, rechazaron esa tregua que les hacía sentir que el dominio sobre sus ejércitos y sobre sus sociedades se les escurría entre los dedos. Intentaron reprimirla, buscaron acallarla, quisieron censurar el acontecimiento poniendo un bozal a la prensa. Pero sus miles de participantes hicieron correr la voz para que todos lo sepan: los supuestos enemigos habían festejado juntos la Navidad. Nadie podía borrar ese hecho.

La guerra imperialista duró cuatro largos años más. Sus horrores hicieron despertar a millones respecto a sus verdaderas motivaciones. A partir de la Revolución Rusa, del emblemático año 1917, la lucha contra la guerra y por la fraternización de los trabajadores del mundo no marcharía ya bajo el sonido de los villancicos, sino tras la bandera más consciente del socialismo revolucionario, de la vieja consigna lanzada por Marx y Engels en 1848: «¡Proletarios de todos los países, uníos!».

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